La fuerza del ruido y del silencio

No me molestan los motores de los coches que siento como rumor vago tras la ventana

JOSEP MARIA ESPINÀS

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Debo confesar que soy un ciudadano 'atecnológico'. Es decir, que no dispongo de e-mail, ni de ordenador, ni de ninguno de los magníficos recursos que han revolucionado nuestras capacidades de información y de comunicación. Soy un anticuado que, aún hoy, escribe con aquella herramienta que pareció revolucionaria: la máquina mecánica de escribir. La Olivetti que solo funciona si voy empujando con los dedos sus teclas.

Alguien ha hecho el elogio de los silencios creativos. A mí, sinceramente, los silencios nunca me han estimulado mucho. Siempre me han gustado los pequeños ruidos. El del chorrito de agua en una fuente al borde de un camino. Los motores de los coches que siento como un rumor vago más allá de mi ventana. Aquellos ruidos discretos de ritmo variable que parece que empujen mi tecleo.

Simenon, excelente escritor de novelas policíacas, cuando empezaba una obra cerraba todas las ventanas, incluso ponía unas densas cortinas para que no le llegara ningún ruido exterior. Necesitaba el aislamiento para poder escribir.

A mí, por el contrario, el silencio absoluto tiende a paralizarme. «El silencio es un Dios severo –escribió Alfred de Musset– y un hermano de la muerte». Quizá no es para tanto. Porque el silencio tiene un hermano, el ruido, y ambos se llevan bien y se respetan en el tiempo, lo reparten.

 Me acerqué, hace años, a las cataratas del Niágara, que hacen frontera entre EEUU y Canadá. A los que nos acercábamos en una embarcación nos dieron unas sábanas de plástico para disminuir el chaparrón cuando nos acercábamos al impresionante talón de agua. Una masa poderosa, implacable. Después subí a un mirador elevado y vi que, antes de convertirse en cascada, el agua circulaba allá arriba en forma de pacíficos regueros entre piedras. Cientos de aportaciones modestas para un triunfal espectáculo.

    Un hecho que dejo a la interpretación del lector.