A los 40 años de la muerte del dictador

Franco y su derecho represivo

El régimen franquista se dotó de un amplio arsenal jurídico-legal para legitimar el reino del terror

MARC CARRILLO

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Los historiadores se han ocupado mucho de la dictadura franquista, pero uno de los aspectos menos tratados ha sido el arsenal jurídico-legal con el que el régimen totalitario se dotó para la represión del opositor político. El contexto institucional de la dictadura (la llamada unidad de poder y coordinación de funciones) se basó en la concentración del poder en Franco, a través de las leyes de Prerrogativa de 1938 y 1939, a quien, cual rey absoluto, le otorgaban el ejercicio del poder legislativo. Resultado de este poder omnímodo, el régimen aprobó en 1939 la Ley de Responsabilidades Políticas, un engendro jurídico de naturaleza penal y sancionadora que se aplicaba retroactivamente a todos los que habían apoyado a la República ¡desde octubre de 1934!, vulnerando así uno de los principios básicos del Derecho Penal, la irretroactividad de las leyes penales, salvo las favorables al inculpado.

Además de la ilegalización generalizada de partidos políticos y sindicatos, en 1939 una ley penal eximía de responsabilidad penal a todos aquellos que desde la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, y el levantamiento militar del 18 de julio de 1936, hubiesen cometido todo tipo de delitos contra las instituciones del régimen republicano. Se consideraba que las causas judiciales instruidas contra aquellos «patriotas [… ] lejos de merecer las iras de la ley, son acreedores a la gratitud de sus conciudadanos…». A esta ley represora se añadió la Ley de la Masonería y el Comunismo y todo el resto de la batería legal con la que se dotó el régimen, legitimando el reino del terror como forma generalizada de represión. Mola, uno de los estrategas del golpe militar, teorizaba que era preciso «[…] inspirar un horror saludable […]», y Franco añadía que «[…] el saldo de la contienda no debe hacerse a la manera liberal con amnistías monstruosas y funestas que más bien son engaño que gesto de perdón […]». Buena prueba de ello era la sorpresa que se llevaba alguien tan poco sospechoso de demócrata como el conde Ciano, cuando comprobaba en julio de 1939 que -según cifras del historiador Max Gallo- se alcanzaban las 6.000 ejecuciones mensuales. Lo que no era óbice para que el jefe del Estado Vaticano de la época, Eugenio Pacelli (Pío XII) enviase este mensaje a los españoles: «Con alegría inmensa, declara el soberano Pontífice, nos dirigimos a vosotros, amadísimos hijos de la católica España, para expresaros nuestra paternal felicitación por la gracia de la paz y la victoria con la que Dios se ha dignado coronar el heroísmo de vuestra fe y caridad, probadas con tantos y tan generosos sufrimientos». Esta paz vaticana, o aquel «paso alegre de la paz» del himno fascista de infausta memoria, abrían el periodo del túnel de la dictadura frente a la que desde el primer momento y hasta su final, en 1975, conciudadanos de este país se opusieron en defensa de la democracia en unas condiciones de especial dureza para el opositor político. ¿Cuáles eran estas condiciones?

El ingreso en la cadena represiva que se iniciaba con la detención por la policía y la presencia ante el juez era de especial crueldad. Las condiciones de la detención suponían la negación de los derechos humanos y la institucionalización de la tortura. Una tortura cuyo salvajismo llegaba alcanzar tintes medievales. El periodo de detención gubernativa podía prolongarse sin límite (no era extraño que superase el mes) y sin control judicial. Torturadores como los hermanos CreixConesaPolo y tantos otros más recientes, como el protegido Billy el Niño, eran excrecencias humanas y el brazo ejecutor de unas autoridades legitimadoras de estas prácticas. Los procesos judiciales se caracterizaban por el protagonismo de la jurisdicción militar y la ausencia de garantías procesales. En la instrucción sumarial las pruebas obtenidas por la policía en las condiciones del detenido antes descritas resultaban ser las pruebas de cargo sin mayores discusiones. Entre la prisión provisional y la sentencia podían pasar años; y en ese periodo no era extraño ser vuelto a interrogar por la policía. El tipo penal que con frecuencia se invocaba hasta finales de los 50 era el de rebelión, aplicado a acciones antijurídicas que en la mayoría de los casos no eran más que el ejercicio de derechos fundamentales hoy reconocidos por la Constitución.

Y las condiciones de la vida en la prisión eran la continuación de las vejaciones por otras vías: en 1939 el jesuita A. Pérez del Pulgar, vocal del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo, afirmaba que «es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista». No olvidar esto habría de ser un signo de calidad democrática colectiva.