Editorial
La fiscalía ejecuta la querella por el 9-N
Acabe o no en sentencia condenatoria, la iniciativa contra Mas, Ortega y Rigau tendrá un efecto bumerán
Consumado. Tras una semana larga de idas y venidas y de emitir mensajes contradictorios para el común de los ciudadanos, la fiscalía acabó presentando ayer una querella contra el president, la vicepresidenta Joana Ortega y la consellera Irene Rigau por la celebración del 9-N. A los tres presuntos delitos que ya se sabía que se les atribuirían -desobediencia grave, prevaricación y malversación de caudales públicos- se ha añadido otro, usurpación de funciones. Se pone así punto y aparte al capítulo inicial de los efectos judiciales del 9-N, un frente que nunca debería haberse abierto porque -resulta fatigoso repetirlo- significa lo imposible: querer solucionar por la vía de los tribunales un problema que es de índole política. El encaje de Catalunya en España requiere audacia, inteligencia, altura de miras, visión estratégica, diálogo, franqueza y predisposición al acuerdo. No amenazas, prepotencia, tensión y distanciamiento, que es lo que significa la demanda.
Porque además, la querella se ha acabado presentando después de insólitas peripecias en los vericuetos internos de la fiscalía, un actor particularmente singular de una estructura de por sí compleja y muchas veces incomprensible como es la Administración de justicia. En muchos ciudadanos, la sensación que queda después de lo vivido los últimos días es que en España la separación de poderes es manifiestamente mejorable y que es legítimo dudar de la independencia de criterio de la Fiscalía General del Estado. No de otra forma hay que interpretar la insistencia de Eduardo Torres-Dulce en seguir adelante con la querella contra el criterio unánime de los miembros de la Fiscalía Superior de Catalunya. Y no menos estupor causa que la fiscala jefa de Barcelona se permita convocar a los medios de comunicación para reprenderles por cómo han interpretado lo sucedido. Ninguna de las dos cosas reporta seriedad y credibilidad a una justicia que no va sobrada de esas virtudes.
Admita o no el TSJC la querella (es improbable que la rechace) y acabe o no el asunto en una condena, el mal ya está hecho. La arrogancia y/o una interpretación errónea de lo que significa defender el Estado de derecho han puesto en marcha una iniciativa que no es más que una huida hacia adelante y que tendrá unos efectos políticos completamente distintos de los perseguidos.
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