Opinión | Editorial

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El final de Zapatero

La opinión del diario se expresa solo en los editoriales. Los artículos exponen posturas personales.

La disolución, ayer, de las Cortes y la convocatoria de elecciones para el 20 de noviembre da carta de naturaleza formal al final anticipado de la legislatura que José Luis Rodríguez Zapatero anunció el 29 de julio, decisión entroncada con la del 2 de abril de no ser de nuevo el candidato del PSOE. Tres fechas que resumen el largo y afligido declinar de un presidente del Gobierno que ha disfrutado quizá como ningún otro de la democracia del reconocimiento y la simpatía de amplísimos sectores de la sociedad española, pero que dejará la Moncloa con un índice de desdén ciudadano también sin precedentes, acaso solo superado por el grado de antipatía con que se fue Aznar.

En la hora del adiós hay que aludir de nuevo a los dos Zapateros que España ha conocido estos siete años y medio. El primero, el joven político regeneracionista que plantó cara a EEUU retirando las tropas de Irak, amplió los derechos individuales, predicó su fe en la España plural y encauzó el final del terrorismo de ETA, parecía imbuido de unkarmay de una inteligencia política que las adversidades económicas posteriores desmintieron y dejaron en un refinado olfato para el tacticismo y un optimismo antropológico. Este es el gran reproche que la sociedad española puede hacerle al segundo Zapatero: que no supiera calibrar en el 2008, cuando revalidó la victoria del 2004, la magnitud de la devastadora crisis que se cernía sobre el país y que durante muchos meses actuase ante ella como si se tratase de un problema pasajero que se resolvería por sí mismo o a rebufo de una mejora de la economía internacional.

Zapatero ha sido víctima, y no culpable, de la crisis, pero sí es responsable, al igual que Aznar, de no haber aprovechado los años de bonanza para sentar las bases de una economía más sólida y menos especulativa que habría permitido a España resistir hoy mejor la lacra del paro y el azote financiero. Por eso, y pese a su meritorio propósito de tener hasta el último día iniciativas contra la crisis, su despedida deja inequívocamente el regusto de la decepción. Habrá que esperar un tiempo para tener perspectiva para un juicio más preciso -puede ocurrir que quienes le sucedan le hagan mejor ante la opinión pública-, pero esta es hoy la impresión: empezó muy bien y acabó muy mal.