Análisis
Oh, fin de una aristocracia
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO
Tendría unos 15 años cuando, en un viaje a Sevilla, me emperré en visitar el palacio de Dueñas, la residencia que la duquesa de Alba ha escogido para terminar sus días. Lo que en verdad anhelaba la adolescente que fui, loquita de poesía, era oler los jazmines del jardín, pisar la isla de sombra donde Antonio Machado había escrito los versos que musicalizó el Nano Serrat: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero» (el poeta nació en palacio porque su progenitor trabajaba allí como jardinero). Me acompañaba mi madre, sevillana de la campiña, pero no pudo ser, no nos dejaron entrar: «Los señores están en la casa», zanjó cortésmente el vigilante del portalón. Una frase que en Andalucía lo dice todo.
Cayetana Fitz-James Stuart, con sus 46 títulos nobiliarios a cuestas y 20 veces grande de España, es tal vez la última representante de una aristocracia rancia que explica bastante los porqués de este país, la intríngulis histórica, sobre todo del Ebro abajo. Fue la dificultad de cultivar inmensos espacios de tierra árida lo que convirtió el sur durante la Reconquista en un enorme latifundio, en grandes lotes de terreno con que los monarcas compensaron a los nobles castellanos que los habían ayudado en la cruzada contra los moros. Bien lo explica el historiador británico J. H. Elliott en el ensayo La España imperial, 1469-1716. De aquellos tiempos proviene la grandeza de los Alba, las 35.000 hectáreas, los blasones y el patrimonio de 3.500 millones de euros.
El paisaje histórico asumió en el sur lo peor del franquismo, el incienso y el señoritismo prepotente. Aun en los años 50, masas de campesinos sin tierra andaban por los cortijos echando peonadas, alimentados con un canto de pan y olivas, a la espera de una reforma agraria que ni siquiera se acometió de veras con el advenimiento de la República. Eran los que firmaban con el dedo. La España vencida y no exiliada.
Hija predilecta
Cuando nombraron a Cayetana de Alba hija predilecta de Andalucía, en febrero del 2006, hubo protestas de jornaleros al grito de «menos medallas y más reforma agraria». Pero sería injusto cargar sobre los hombros de la duquesa todo el peso de la historia: uno nace donde nace. Bien podría haber dilapidado la hacienda, haberse pulido los goyas y tizianos que engalanan sus estancias, lucir peineta y desprecio. Pero quiso ser libre —el dinero ayuda—, acercarse al pueblo, al menos en su estética, y escogió entre sus primeros maridos a dos inteligencias preclaras.
Ahora, en el momento final, viene a la cabeza aquel otro poema de Machado, Llanto y coplas a la muerte de don Guido: «¡Oh fin de una aristocracia!/ (…) las yertas manos en cruz,/ ¡tan formal!/ el caballero andaluz». Solo haría falta cambiar el género para despedir a la más andaluza de las aristócratas madrileñas.
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