Voces carcelarias

Al fin, libres

Y los muros oían cómo las voces se cruzaban a través de sus ventanas con barrotes. Desde la calle, gritaban los libres. Al otro lado, gritaban los reclusos

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EMMA RIVEROLA

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Ciento trece años menos un día. Esa fue la condena de los muros de la Modelo. Condenados a ser los quietos, silentes e imponentes testigos de millares de reclusiones. Contemplaron hombres derrotados e invictos. Todos culpables. Ante la ley justa o por la persecución arbitraria de los días grises. Muros obligados a callar. Incluso cuando hubieran querido gritar. Observadores de infinidad de planes de fuga. Espectadores de impotencias, tristezas y soledades. También de amenazas. 

Muros que se elevaban hacia el cielo y, en sus cornisas, contemplaban con envidia otros muros. Los que contenían otras vidas. Cuerpos que iban y venían. Que se amaban y reían. Que jugaban y crecían. Almas que querían los muros que les acogían. Porque eran refugio. Y no cárcel. Porque no sabían de miradas desesperadas. Ni de mensajes escritos en su piel. Mensajes que nunca viajarían en una botella. Que no conocerían el mar ni el viento. Y, mucho menos, unas manos que los recogieran. Unos ojos ajenos que los leyeran.

Un total de 113 años menos un día. Y los muros oían cómo las voces se cruzaban a través de sus ventanas con barrotes. Desde la calle, gritaban los libres. Al otro lado, gritaban los reclusos. Y ellos, los muros, se lamentaban de su suerte. Amargo parapeto de amores. Triste muralla de los abrazos prohibidos. Más de un siglo de condena. Ahora, al fin, libres