Gente corriente

Ferran Fandos: «Yo era obrero; no estaba habituado a la gratitud»

Gutenberg en Gràcia. Tras más de 30 años como impresor, su taller capea la crisis reconvertido en espacio cultural.

GEMMA TRAMULLAS

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Se ha pasado la vida entre máquinas de impresión tipográfica, cajas de tipos (letras y signos móviles), columnas de papel y olor a tinta fresca. Es capaz de empujar 1.300 veces la palanca de presión de una robusta Minerva Ibérica con tal de obtener el relieve de impresión justo sobre el papel, pero de nada le servían sus conocimientos en la era digital. Hasta que unos jóvenes entraron en su taller de la calle d'En Grassot, en el distrito barcelonés de Gràcia, y nada volvió a ser lo mismo.

-Vaya... Esto parece el taller de Gutenberg o de Benjamin Franklin.

-[ríe] Estas máquinas tienen 50 años y podrían durar 500 más. Ahora están de moda, pero no hace tanto eran consideradas chatarra. Las más antiguas las compró mi padre y las offset las pagué yo.

-Las horas que habrá pasado usted oliendo a tinta...

-Más que el olor, hay una máquina en concreto que hace un sonido comorac-tac-tac-tac-tac rac-tac-tac-tac-tacque me transporta a la infancia.

-¿En qué año se abrió el taller?

-Mi padre y un socio lo abrieron en 1962 y yo entré de aprendiz a los 16 años. Empecé descargando la furgoneta, barriendo colillas, deshaciendo moldes ya impresos y poniendo cada tipo en su caja, hasta que aprendí a manejar las máquinas.

-¿Cuántos empleados había?

-Un cajista y tres maquinistas. Siendo pequeños trabajábamos para Fecsa, Círculo de Lectores, para Portugal, Italia... En la crisis del petróleo de los 70, el socio de mi padre se fue y luego llegaron las crisis de los 80 y los 90. En el 2002 me quedé solo con mi padre, que estaba jubilado pero se pasaba la vida aquí.

-¿Y esta crisis no remató el taller?

-A punto estuvo. La crisis se juntó con que en el 2007 a mi padre le diagnosticaron una enfermedad degenerativa. Primero perdió el habla y el proceso avanzó hasta que ya no pudo tragar ni respirar. Nunca quiso ir a una residencia y no tenía ninguna ayuda, así que lo cuidaba yo. Hasta que ya no pude compaginarlo con el taller. La única solución era cerrar.

-¿Le costó tomar la decisión?

-Lo más importante era mi padre. Mis padres me cuidaron cuando yo era niño y ahora me tocaba a mí cuidar de ellos. Se lo tenía que hacer todo y el proceso me dejó muy tocado, pero tengo la alegría de haber contribuido a que él fuera bastante feliz hasta poco antes de morir.

-¿Y la imprenta?

-Aún no la había cerrado del todo cuando, en el 2011, entraron dos chicos y se enamoraron del espacio y de las máquinas. Me propusieron montar una asociación y entre todos mantener el espacio y transformarlo. Gracias a ellos pude cuidar a mi padre sin tener que cerrar.

-Había nacido L'Automàtica.

-Ahora somos 10 miembros entre artistas, diseñadores, ilustradores y yo. ¿Me permite que los cite?

-Adelante.

-Ricardo Duque, Pepón Meneses, Marcel Piebarba, Roc Albalat, Ariadna Sarrahima, Diego Bustamante, Marc Torrent, Tiago Pina y Andrea Gómez. Hacemos reuniones en plan asamblea, las cosas se votan, todo lo que hay en el taller es de la asociación, no hay un dueño y ¡funciona!

-Si le hubieran dicho que acabaría enseñando su oficio a otros y que la vieja imprenta se convertiría en escenario de acciones artísticas...

-No lo hubiera creído. Yo me veía como una persona que ha aprendido un oficio que ha quedado desfasado. Después de 30 años, mis conocimientos no valían para nada. Y llegan estos chicos y me piden que les enseñe la técnica porque quieren conservarla y darle un valor. Una vez vinieron unos estudiantes y aplaudieron después de mi explicación. He sido un obrero toda la vida y no estaba acostumbrado a la gratitud ni a estos tiempos artesanales.

-¿Su padre llegó a saber que la imprenta finalmente no cerraba?

-Solo le diré que, cuando ya estaba muy enfermo, yo le contaba que los chicos me estaban ayudando a salvar el taller y él ponía una cara entre el llanto y la risa y emitía un sonido muy característico que expresaba su profunda emoción.