El debate sobre la estructura del Estado

El federalismo como moral

La propuesta federalista reivindica ciertas premisas morales que no deberían olvidarse en política

ANTONIO SITGES-SERRA

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Seguimos teniendo fe hasta cierto punto en la razón, pero ya no en la metafísica. (José Luis Aranguren)

De joven leí un libro que iba a configurar mi escepticismo político y mi ulterior rechazo de toda teoría totalizadora (no necesariamente totalitarista) de lo social. El marxismo como moral, escrito por José Luis Aranguren, representó para algunos de mi generación no solo un argumento contundente contra el comunismo estalinista sino una vacuna contra los abusos de la razón socializante. Dicho esto, el valor del libro no radica simplemente en el cuestionamiento de una praxis política cruel y esclavizadora -que para entonces resultaba obvia para campeones de la lucidez (OrwellKoestlerCamusGide)-, sino en su acierto en demostrar que lo que a la postre quedaría del marxismo sería un sentimiento de compasión ante la miseria y la injusticia social y la actitud de rebeldía frente a la distribución desigual de la riqueza y de los medios para obtenerla; una motivación; un compromiso con la causa de los desfavorecidos; una capacidad de sacrificio de la buena vida en favor de una vida buena. Creo que en esto Aranguren se acercó a la magnífica La condición humana de Malraux.

Si hoy rememoro esa obra de Aranguren es porque me la recordó Jean Leclair durante su visita a Barcelona al defender el federalismo como moral, defensa que tanta vigencia guarda en estas fechas de crispación política en torno a recurrentes cuestiones identitarias. Apoyar hoy el federalismo no es solo apoyar una propuesta para modernizar nuestras instituciones sino reivindicar ciertas premisas morales que jamás deberían abandonarse en la política. Se impone, en primer lugar, reivindicar la idea de la complejidad de lo social; la de que cualquier teoría política que pretenda organizar la convivencia debe partir de que no existe un principio jerárquico único, una autoridad trascedente (nacional, cultural) a la que apelar. Todo intento de aplanar las diferencias debe considerarse una simplificación injustificable.

En segundo lugar, el federalismo propone una sana desconfianza hacia nuestras propias capacidades y propuestas y no solo, como proclama el soberanismo, desconfianza y culpabilización de todo lo que provenga del Otro. Cuesta creer que queden aún ciudadanos tan ingenuos como para votar a los independentistas por creerles capaces de ofrecernos un futuro mejor que los nacionalistas españoles. Nuestro futuro hoy se juega en el mestizaje cultural, en la ONU, en Bruselas y en el norte de Irak. El Estado del día siguiente solo existe en el Génesis y no aparecerá por arte de birlibirloque gracias a las políticas de exclusión y separatismo fundamentadas en la utopía de turno.

Finalmente, el federalismo moral no entiende de superioridades culturales ni de destinos en lo universal. Nadie posee el derecho de proclamarse hijo predilecto de los avatares históricos, ni responsable del futuro de un pueblo, ni guardián de esencias medievales. Esos tópicos deben desaparecer del escenario democrático so pena de que resuciten los fenecidos fantasmas del orgullo patriótico y la violencia en que este acaba derivando pronto o tarde.

Sucesivas oleadas de ideologías totalizadoras (no necesariamente totalitaristas) han asolado nuestro viejo Occidente -y nuestra no menos anciana España- en el último siglo como para que ahora despertemos de nuevo a la inquina, al cainismo y al enfrentamiento por algunos millones de euros o por los peajes de las autopistas o las horas que deben destinarse a la enseñanza del castellano. Máxime cuando quienes enarbolan dichas reivindicaciones presupuestan proyectos faraónicos frustrados (Alguaire, carril VAO de la C-58, Hospital del Mar, línea 9 del metro) y subvenciones clientelares mientras miran hacia otro lado cuando se trata de abordar la corrupción. Seamos serios. Hablemos. Catalunya debe pasar de la queja, de la insaciabilidad mendicante, a liderar una segunda transición que dé cuenta de la profunda transformación social de los últimos decenios y permita modernizar nuestra arquitectura institucional con un nuevo pacto.

En un marco de generalizada desconfianza mutua, de rechazo de los modos políticos convencionales, de complejidad creciente de nuestras sociedades y empeño por preservar nuestro acervo social y libertad, no hay otro camino que la compañía en la diversidad asumiendo la dificultad de la tarea que afrontamos. Pese a que muchos buscan atajos y caminos llanos, esos han desaparecido. A diferencia del nacionalismo, el federalismo no es un oráculo, es un método y propone una moral basada en la ausencia de fórmulas sociales mágicas y en la firme voluntad de convivir en pluralidad.