Peccata minuta
Exilio
Nuestra muy triste realidad parece haber sido guionada por analfabetos que no dominan el relato, que se les escapa de las manos y del cerebro
El jueves estrenamos Desig sota els oms, de Eugene O’Neill, en el Teatre Nacional de Catalunya. Las dos últimas semanas de ensayos fueron realmente tensas, no a causa de desacuerdos en la compañía, ya que la armonía artística y humana ha brillado en todo momento, sino ante la dificultad de sumergirnos en la ficticia Nueva California de 1850 mientras en la realísima Barcelona del 2017 estaban ocurriendo cosas realmente feas.
Los medios de comunicación nos advierten de que la venta de entradas para espectáculos teatrales ha descendido considerablemente desde el 1-O, cosa que se entiende perfectamente ante los diarios titulares de los que depende nuestro futuro colectivo inmediato. El procés y el contraprocés generan en su público una dependencia muy parecida a la de los folletines y los culebrones: «¿Qué pasará mañana?». La gran diferencia es que en la ficción los guionistas saben perfectamente si Mary y John –pongamos por caso– se reconciliarán o acabarán matándose el uno a la otra y viceversa. Por el contrario, nuestra muy triste realidad parece haber sido guionada por analfabetos que no dominan el relato, que se les escapa de las manos y del cerebro. ¿Por qué el economista e historiador Junqueras todavía no ha pedido perdón, de rodillas, por ilusionar y mentir al «poble» con que eso de alejarse de España era como una feliz caminata campestre para recoger setas y volver con la cesta llena de rovellons y ous de reig? Y a pesar del unitario no de Europa, de los traslados de sedes, aún están empecinados en la busca de un heroico e imposible happy end.
El teatro y la mentira
El dramaturgo Bernard-Marie Koltès soltó una frase memorable: «Voy poco al teatro porque sé que allí me van a contar mentiras, pero siempre acabo volviendo a él porque es el único lugar donde se me advierte de que todo es mentira». Volvamos al teatro, único lugar en el que las guerras son de mentira y los muertos salen a recibir el aplauso del público por haber expuesto a sus ojos y oídos situaciones humanas ante las que el espectador debe pronunciarse, o simplemente reírse de unos cuantos chistes sobre nosotros mismos que nos explican lo poquita cosa que somos. En tiempo de manifestaciones de calle, de gente que se reúne, es bueno recordar que desde la noche de los tiempos la gente no ha dejado nunca de reunirse y manifestarse en plateas y anfiteatros para escuchar las voces de sus poetas, para estar juntos, y juntos ser mejores.
Está decidido; a los 62 y ya satisfecha mi cuota hispano-catalana, voy a trasladar mi sede sentimental a algún país o ciudad de mentira donde un día fui feliz: Sinera, Región, Macondo, Yoknapatawpha... O Lisboa, París, la Provenza, la Toscana y sus teatros, cines, cafés, bibliotecas y museos.
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