Los dogmas en la ciencia

La evolución de 'La evolución'

El avance humano jugando a la gallinita ciega difícilmente puede sostenerse como hipótesis científica

ANTONIO SITGES-SERRA

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Dejen por un momento libre su intuición. Olvídense de lo que les han contado en 'Redes' o de lo que hayan leído y miren a su alrededor: ¿es posible que cuanto vemos sea fruto del azar evolutivo? ¿Cómo es posible que tantos científicos hayan dogmatizado la hipótesis de Darwin y sostengan que la evolución y la hominizacón son fruto de ciegas mutaciones seleccionadas según su éxito adaptativo? Pues va a ser que no, nos dice la intuición libre de prejuicios.

La santificación de Darwin en los concilios científicos reunidos a lo largo del último siglo tiene diversas raíces ideológicas que amenazan en convertir asimismo en ideología la propia teoría de la evolución: 1) la eliminación del pensamiento científico de todo matiz que abra una puerta a la existencia de Dios; 2) el utilitarismo, según el cual la evolución obedece a criterios únicamente adaptativos; 3) el rechazo de las filosofías vitalistas (de Nietzsche a Bergson, por ejemplo), para las que la vida tiene un impacto sobre el entorno y progresa gracias a esta interacción, Y en el caso del hombre, gracias a su libertad y su creatividad.

Ya saben ustedes: cuando uno tiene un martillo, todo le parecen clavos. O dicho académicamente, al estilo de Popper, una hipótesis deja de ser científica cuando no es susceptible de ser superada. Salvemos pues, a Darwin de los (neo)darwinistas.

Para ello recordemos que la teoría de la evolución no se la debemos únicamente al viajero del

'Beagle', sino que fue formulada intuitivamente 50 años antes por Jean Baptiste Lamarck, quien propuso que la inmensa variedad de especies que pueblan el planeta derivaban de ancestros de complejidad inferior. Para explicar la marcha ascendente de las criaturas, el ilustrado francés defendía que la interacción del entorno con nuestra herencia era capaz de proveer a los organismos de mejores facultades adaptativas. Formuló una hipótesis, conocida como 'herencia de los caracteres adquiridos', según la cual los seres vivos podrían transmitir a su descendencia aprendizajes y conductas derivados de la relación entre ellos mismos y entre ellos y su entorno. De hecho, Darwin no se alejó excesivamente de este postulado; simplemente radicalizó la propuesta de Lamarck haciéndola extensiva al género humano y orientándola hacia un utilitarismo muy británico.

Décadas después, el descubrimiento del código genético reforzó los prejuicios ideológicos antes comentados y los neodarwinistas resolvieron que los cambios adaptativos eran fruto de mutaciones genéticas debidas al azar, que darían origen a especies que la naturaleza seleccionaría según su capacidad adaptativa. Evolución ciega. Mecanicismo biológico. A pesar de que la posibilidad de eclosión de la inteligencia humana según las leyes del azar equivaldría a la de que un mono tecleando en un ordenador escribiera 'El rey Lear', los biólogos evolucionistas se adhirieron a la hipótesis del primate novelista, buena muestra de que la filosofía espontánea del científico suele ser ingenua y de poco calado. Y para muestra, el 'best-seller' del Nobel Jacques Monod 'El azar y la necesidad'auténtica colección de sofismas.

La evolución jugando a la gallinita ciega difícilmente puede sostenerse hoy como hipótesis científica. Ya mucho antes del descubrimiento del ADN, el filósofo Henri Bergson alzó su voz contra el mecanicismo sordomudo y realzó el papel del instinto -en los animales- y el de la inteligencia -en el género humano- como impulsores de las transformaciones adaptativas. Pero 50 años después el 'establishment' cientifista lo quemó en la hoguera por haber retomado implícitamente la hipótesis de Lamarck, y abrir así una puerta teórica a que el genoma pudiera modificarse positivamente por las experiencias vitales: el ADN era intocable y trabajaba en dirección única, guiado por sus sucesivos errores.

No han faltado científicos críticos con el mecanicismo biologista. Nuestro apreciado Ramon Margalef, por ejemplo, acuñó una frase histórica: 'el barroco de la naturaleza' (a veces una sola frase justifica una vida) para explicar la biodiversidad y la abundancia de formas, colores y apariencias difícilmente atribuibles a estrategias adaptativas. Pensemos -es solo un ejemplo- en las alas de las mariposas. Hay en la naturaleza un exceso estético ajeno a la ceguera genética y al utilitarismo.

La epigenética es una disciplina creativa que se ha adentrado con éxito en el estudio de los factores que influyen dulcemente (sin romperlo, quiero decir) sobre el genoma y su expresión. Como muestra, la excelente recensión de Michele Catanzaro en EL PERIÓDICO (8 de diciembre del 2013) de un artículo de 'Nature' sobre que el miedo inducido a un ratón progenitor se transmite a su descendencia. Es lamarckismo puro. De hecho, imagino que el buen francés nunca imaginó que la transmisión de caracteres adquiridos pudiese hacerse realidad ya en la primera generación.