Los jueves, economía

Europa merece algo más

La experiencia enseña que ante una recesión grave un país de la UE necesita la ayuda de los socios

ANTONIO ARGANDOÑA

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Entiendo que los políticos europeos tengan sus propias agendas nacionales, y que a menudo las pongan por delante de los intereses de esa unión económica y monetaria que parece no tener nadie que cuide de ella. Pero es un error, y de él participamos todos: los expertos, porque seguimos aferrados a nuestras interpretaciones, a veces personales, otras partidistas, de los problemas; los medios de comunicación, porque crear confusión ayuda a vender, algo que en estos tiempos merece ser considerado; y los ciudadanos, porque parece que estamos en Europa para disfrutar de las ventajas y que miramos hacia otro lado a la hora de arrimar el hombro.

El euro es una comunidad económica, social y política de largo alcance. Recuerdo que, hace muchos años, pasé una noche en casa de una familia conocida; tomamos melocotones para cenar y luego los niños corrimos al jardín, a enterrar los huesos de las frutas con la esperanza de que se convirtiesen en magníficos árboles¿ para comprobar, al día siguiente, que todavía no podíamos comer sus melocotones. ¡Qué desilusión! Bueno, eso le pasa ahora a nuestra sociedad individualista: nos fijamos solo en los costes y beneficios a corto plazo, y no tenemos paciencia para esperar que el proyecto europeo se consolide.

Una comunidad como la de la moneda única debe ser, ante todo, un mecanismo de solidaridad. Y esto es incompatible con el cortoplacismo que todos mostramos, sobre todo nuestros políticos. No pretendo dar lecciones a las autoridades europeas, pero como ciudadano de la zona euro me parece que tengo derecho a pedirles que acepten que la moneda única necesita cuidados: sobre todo, el fortalecimiento de las instituciones europeas, a no ser que nos guste ir de susto en susto, como la reciente crisis chipriota ha puesto de manifiesto.

Reconozco que esto no es fácil, al menos para la visión corta, nacionalista y partidista de nuestros gobernantes: el liderazgo político parece ser una de las víctimas de la crisis. He leído estos días un relato de cómo ven los chipriotas su crisis: se sienten traicionados por Europa. Es falso, al menos si tenemos en cuenta que ellos, o al menos muchos de ellos, se han saltado previamente las reglas del juego, como nosotros hemos venido haciendo. Pero los sentimientos son libres, y el desencanto chipriota se suma al de otros muchos europeos que, cada vez más, ven el proyecto común como algo que no les afecta: más aun, que les perjudica.

Si algo hemos aprendido de las crisis de los países periféricos en los últimos años es que el proyecto de la moneda única necesita refuerzos. Necesita, primero, mecanismos de prevención de las crisis. En su día se montó uno: las condiciones sobre el déficit público y la deuda contenidas en el Tratado de Maastricht. Pero ha mostrado ser ineficaz, primero porque casi nadie lo respetó, y segundo porque no tenía en cuenta que el problema puede aparecer en un lugar distinto de las cuentas públicas, como ocurrió en Irlanda y en España. Y, ¡oh sorpresa!, en Chipre, cuya crisis no tiene que ver con las condiciones fiscales que se establecieron en su día. Aunque tampoco deja de ser sorprendente que, cinco años después del comienzo de la crisis en España, alguien se maraville de la crisis bancaria chipriota, cuyo paralelismo con la nuestra es llamativo.

Necesitamos también soluciones para los problemas de un socio de la zona euro. Hasta ahora ha predominado la idea de que el que la hace, la paga, es decir, el país que no ha cuidado la salud económica de sus familias, empresas, bancos y Gobierno tiene que pechar con las consecuencias. Pero la experiencia de las crisis recientes muestra que no bastan los recursos nacionales para hacer frente a una recesión grave: es necesaria la ayuda de sus socios.

Es lo que pasa en una familia cuando un hijo ha adoptado conductas de riesgo y ha sufrido un percance importante: la tentación es castigarle. Pero si pertenecer a la familia tiene algún sentido para los demás hermanos, todos han de tenderle una mano, con condiciones, claro, y quizá condiciones muy duras, pero con solidaridad. Más aún cuando los demás hermanos no le llamaron la atención sobre su conducta inadecuada, como ha ocurrido con Chipre. Y más cuando el afectado no ha tenido culpa en su desgracia, que puede ocurrirle en el futuro a cualquiera de los otros miembros de la familia.

Y, finalmente, los socios de la eurozona tienen que reformar las instituciones europeas, de forma que contribuyan positivamente a detectar las situaciones de riesgo, compartir las que sean graves, solucionar las dificultades de sus bancos, actuar como cortafuegos para otros países cuando uno de ellos sufra los problemas que nosotros tuvimos en el 2012. Sí, Europa, la Europa del euro, merece algo más.