El crecimiento del hambre en el mundo

La especulación alimentaria

Los mercados de futuros, un fenómeno nefasto, alteran seriamente el precio de los alimentos básicos

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RAMON FOLCH

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Con enervante regularidad, sabemos de hambrunas. Cuesta creer que 1.000 millones de personas pasen hambre. Buscamos mil explicaciones creíbles: guerras que destruyen cosechas, gobiernos corruptos, aridez creciente, zozobras meteorológicas, explosiones demográficas, deriva de las dietas vegetarianas hacia las carnívoras, biocombustibles que demandan mucho grano, encarecimiento del petróleo… Todo eso tiene que ver con el problema, desde luego. Según dónde, ciertamente son su causa inmediata. Pero, en general, no son su causa principal.

Asociamos hambre a campesinos sin cosecha. Pero la mayoría de humanos no practican la agricultura de supervivencia. Como nosotros, compran los alimentos en el mercado. El problema es que últimamente no pueden pagarlos. Si el pan costara 100 euros el kilo, el hambre se apoderaría de nosotros por más que las panaderías rebosaran. Ahí le duele, porque los precios de los productos alimentarios básicos se han globalizado, son los mismos para quienes tenemos una renta per cápita de 35.000 euros anuales que para quienes la tienen de 1.000 o menos.

De media, los europeos destinamos un 15% de nuestros ingresos a adquirir alimentos; los ciudadanos de los países pobres, hasta un 70%. El incremento de los precios de la comida incide sobre una parte pequeña de nuestro sueldo, pero se hace inasumible para quienes han de gastarlo casi todo comprando alimentos. Antes los adquirían a los productores locales, pero cada vez más, al concentrarse la gente en grandes aglomeraciones urbanas, los alimentos básicos proceden de productores industrializados intensivos de alcance internacional, quienes los venden a unos pocos distribuidores. Así, solo tres compañías (Cargill, Bunge y ADM) controlan más del 85% del comercio mundial de cereales. O sea, la base alimentaria de la humanidad.

Controlar no equivale necesariamente a abusar, claro está. Más grave es la dimensión que vienen tomando los mercados de futuros, en especial el Chicago Board of Trade. Es un fenómeno tan reciente como nefasto. Resulta que los alimentos son objeto de especulación bursátil, exactamente igual como lo fueron las acciones de las empresas de internet años atrás o como lo han sido los famosos créditossubprimeque, en buen medida, nos han llevado a la crisis que sufrimos.

Hace un tiempo se generalizó la costumbre de vender la cosecha en el propio campo y antes de la sazón. El agricultor se aseguraba las ganancias, hubiera o no contratiempos, y el comprador obtenía un buen precio. Ambos salían ganando. Hasta que alguien vio que se podían recomprar y revender esos derechos sobre esas cosechas aún inexistentes. Convertirlos en valores bursátiles, vamos. Nacieron así los mercados de futuros alimentarios, donde se compran y venden, recompran y revenden, cosechas que todavía no existen. El mecanismo especulador está servido. Torrentes de dinero procedente de grandes inversores, pequeños ahorradores y fondos de pensiones desatan la espiral perversa que provoca la subida de precios, porque en eso consiste el juego y es así como ganan dinero los aprovechados. Así, personas del todo ajenas a la actividad agropecuaria y sin ninguna clase de interés por el estómago de los demás se enriquecen a costa de todos.

Según la FAO (Agencia de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), en el 2010 y a causa de ese mecanismo el precio de los alimentos comercializados internacionalmente se incrementó en un 39%; el de los cereales, en un 71%. O la política frena de una vez semejante delincuencia encriptada, o a la crisis que ya sufrimos pronto se añadirá una inmensa tragedia alimentaria. El mercado regula muchas cosas, pero no conduce al Estado del bienestar, eso seguro. Y, en cualquier caso, la bolsa actual no es un mercado, sino un foro especulativo, un enemigo frontal del mercado propiamente dicho, porque quienes compran y venden no son ni productores ni consumidores.

En tal contexto, cobra un valor renovado la producción local de alimentos. La mayoría de los que nosotros consumimos se producen en Europa, al margen de tales especulaciones. No sé si por mucho tiempo. Por ejemplo, la modesta contribución al PIB de la agricultura catalana (un 2%) ha llevado a una marginalización de la actividad agraria. Un gran error estratégico. La industria agroalimentaria local depende de ella en gran parte, las externalidades territoriales positivas que genera son muchas (mantenimiento del paisaje, regulación hídrica, etcétera) y, ahora, está el desacoplamiento respecto a esos deletéreos procesos especulativos.

Hasta hoy nos ha preocupado la calidad, dando por hecho que el suministro estaba asegurado. Puede que sí, pero no necesariamente a precios abordables si los mercados de futuros siguen haciendo de las suyas. Una consolidación de la actividad agrícola local y de los mercados directos y reales que de ella se derivan permitiría añadir seguridad y asequibilidad a la irrenunciable calidad. Deberíamos consagrarnos a ello, creo. Y, en la medida de nuestras posibilidades, también a combatir los movimientos especulativos, se den donde se den.

Socioecólogo. Presidente de ERF.