La encrucijada catalana

Escepticismo soberano

El camino que apunta el Tribunal Constitucional es complejo, largo y carente de épica, pero realista

JORDI MERCADER

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El reciente debate en el Congreso de los Diputados resultó la fiesta nacional de la obviedad jurídica, celebrada a cuenta de la confusión catalana. El mensaje equívoco emitido hasta ahora por los dirigentes del proceso quedó allí en evidencia. Pedíamos oficialmente una cosa (una consulta consultiva), la portavoz del partido que dirige el proceso reclamó otra (un referendo independentista) y nos contestaron que la soberanía nacional no contempla la autodeterminación de una de sus partes. El enredo intencionado entre objetivos y propaganda fragmenta la unidad interna de los partidarios del derecho a decidir e implica debilidad argumental. A la polémica planteada en los términos de legalidad versus unilateralismo, entre abogados del Estado y forofos de la causa, no se le intuye futuro, aunque sí ventajas electorales para los dos extremos, a cuenta de desorientar a la mayoría.

En los círculos nacionalistas se comenta con discreción una conversación entre unos enviados independentistas y el embajador de un país que ganó su Estado con las armas. Después de oír a la delegación lamentar la imposibilidad de una vía negociada, les dijo: «¿Alguno de ustedes está dispuesto a morir por su nación?» Ante la unanimidad, prosiguió: «¿Y a matar?» El silencio que siguió a la segunda pregunta fue tan elocuente como para entender el valor del diálogo, sea el relato de este episodio exacto o algo fabulado.

Las opciones se reducen, pues, a una: el pacto político. Y la realidad es que la interpretación más favorable obtenida hasta la fecha por el razonable interés catalán en cambiar la insoportable relación política y financiera con Madrid es la introducida en la última sentencia del Tribunal Constitucional: podemos decidir lo que queremos ser en el futuro pero lo que no podemos por ahora es votar para que esto tenga efectos jurídicos. Una consulta como detonante de la reforma constitucional, del diálogo multilateral para hacer posible el resultado de la misma, aun sabiendo que los interlocutores estatales están atrincherados. Los unos apelan a la España eterna que no admite ni tan solo la existencia del problema catalán; los otros, aceptando la cuestión, esgrimen un plan federal que, de momento, no sabe cómo incorporar el derecho a decidir de los catalanes. La idea se está abriendo paso, a pesar de la complejidad y lentitud de este otro proceso.

El apoyo a la consulta es mayoritario en la calle y en el Parlament, y deberá convocarse; siendo muy precisos en la literalidad de lo que se va a hacer y sin limitación de alternativas. Una consulta consultiva es lo que es, no produce ni garantiza efectos jurídicos y, sin embargo, sería un mandato firme para cualquier Govern y una referencia ineludible para el Estado. ¿Están dispuestos nuestros dirigentes a una negociación farragosa, sin épica alguna, para llegar a un consenso que abra una vía eficaz? Más bien se diría que prefieren seguir en el estereotipo. En Madrid, santificando la legalidad nacida en 1978 hasta la provocación; aquí, instalados en la ilusión de una salida mágica. Lo uno lleva a lo otro, sin remedio. Así podrían entenderse las referencias recurrentes pero inconcretas a legalidades internacionales, la promoción de sucedáneos como la consideración de las elecciones europeas en primera vuelta del referendo o la convocatoria de comicios autonómicos disfrazados de plebiscito. Ninguna de estas iniciativas es una solución fundamentada, aunque en el supuesto del plebiscito podría decidir el futuro del president Mas: darle el liderazgo en solitario o mandarle a casa.

Nuestro proceso va para largo y los candidatos a liderar este país deberían ser capaces de formular esta evidencia. Seguramente algunos de sus seguidores reaccionarán de forma muy crítica ante la apelación a bajarse del tigre del ahora o nunca. Pero el resto de la humanidad les agradecerá la presentación de una ruta creíble para construir una nueva relación entre Catalunya y España, a partir del ejercicio del derecho a decidir, y sea nuestra opción preferida el mejor autonomismo, o un Estado propio, federado o independiente.

No asumir esta responsabilidad, mantener la estrategia de la confusión, tiene todos los atributos del error. Sin dar pie a ningún tipo de alarmismo sobre supuestas violencias dialécticas o miedos ambientales sugeridos por dirigentes que anuncian con frivolidad su intención de irse del país, la consecuencia más negativa de esta táctica reside en el crecimiento del escepticismo entre las propias filas del soberanismo. La consolidación de un sentimiento de incredulidad por incompetencia de los gobernantes entre el 80% de los ciudadanos que votan, habitualmente, a los partidos que defienden el derecho a decidir sería ofrecerle la victoria al inmovilismo.