MI HERMOSA LAVANDERÍA

Epitafios

Coixet

Coixet / periodico

ISABEL COIXET

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Me preguntan desde una conocida revista cuál sería el epitafio que me gustaría poner en mi lápida. Respondo alarmada que no tengo intención de irme de momento. Me dicen que están haciendo esta pregunta a personalidades de pro del país para un bonito artículo titulado ¿Cómo querrías ser recordado? Con mi confortadora autoironía, digo: “Bueno, personalidades de pro y... yo, ¿no?”. 

El caso es que siempre me han fascinado las frases que la gente pone en sus tumbas y me fascinan aún más las cosas con las que la gente fantasea que pondrá en sus tumbas. “Fui esto, fui lo otro, hice esto, soñé con aquello”. Tantos y tantos hombres y mujeres ilustres han rumiado durante años esas pocas palabras con las que pasarán a la historia, que existe toda una bibliografía sobre el tema.

El epitafio es la última oportunidad de decir algo, puede ser el resumen de una vida de logros, de anhelos o de carencias. Es el último soplo que nos queda para hacernos la ilusión de que no pasamos por la existencia en vano. La industria funeraria es, en sí misma, la prueba final de nuestra ceguera ante la muerte. ¿Cómo, si no, se explica esa cláusula “a perpetuidad” con que invariablemente los cementerios alquilan sus aparcamientos de ataúdes?

Sabemos que, al poco de morir, nuestro cuerpo se convierte en compost para la tierra y sus habitantes, pero no podemos dejar de lanzar eslóganes desde el más allá. De decir la nuestra con el último suspiro de nuestro sempiterno ego. Y resulta conmovedor ver cómo los cementerios están llenos no solo de tuits más o menos afortunados, sino de camisetas de equipos de fútbol, banderas, escudos, clicks de Playmobil, paquetes de cigarrillos, latas de cerveza, maquetas de barcos...

No me veo poniendo en mi tumba ni banderas ni banderines: es justamente una de las cosas con las que menos me identifico. Y, aunque adoro los clicks de Playmobil, tampoco me gustaría contar con ellos. Una de las cosas que a veces se me había ocurrido poner es: “Lo intenté”, pero ya se le ocurrió al canciller Willy Brandt mucho antes que a mí. Otra persona que no recuerdo también se me adelantó con un epitafio que me gusta mucho: “Perdonen las molestias”. Tampoco puedo poner un epitafio del maestro Gila: “¿Es la vida? Que se ponga”. Billy Wilder, parafraseándose a sí mismo, dijo: “Soy un escritor, pero nadie es perfecto”.

No quiero dedicarles mis últimas palabras a mis seres queridos porque espero y deseo haberles hecho felices mientras pude y no necesitarán una ulterior confirmación de mi cariño. Para cuando muera, supongo que no quedará mucho espacio para lápidas, así que la cremación será la opción más práctica. Que pongan mis cenizas en una caja de galletas con un post-it amarillo que no diga absolutamente nada.