Los movimientos de población

Entre la hospitalidad y la hostilidad

La mayoría de europeos no tienen claro por qué hay que tender la mano a la inmigración extracomunitaria

REYES MATE

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De «tumbas en el aire» habló el poeta Paul Celan refiriéndose a los millones de judíos gaseados y reducidos a humo en los hornos crematorios; ahora tenemos al Mediterráneo convertido en un inmenso cementerio para seres humanos que huyen del hambre o de las guerras. Europa no encuentra tierra para los muertos porque no sabe qué hacer con los vivos. Al paso que vamos, hasta 30.000 podrían ahogarse este año. De momento tenemos a 20.000 refugiados en espera de destino, pero no hay forma de ponerse de acuerdo en los criterios de reparto. A los españoles nos tocarían unos 1.600 y deberíamos elevar la cuota de demandantes de asilo, del 0,9% al 9,1%. Pero España no está conforme. Deberían valorarse más, dice el Gobierno, el paro y sobre todo los esfuerzos hechos en el pasado, cuando el destino era España y hubo que arreglárselas sin apenas contar con los demás.

Mientras discutimos sobre los criterios del reparto de los que ya están ahí -cuántos por PIB, por población, por paro y por deberes cumplidos-, hay que movilizarse para impedir que salgan de tierras africanas. Lo ideal sería que gobiernos del norte de África construyeran grandes campos de concentración para retenerlos. Eso funcionó en el pasado, pero los amigos de antaño, como Gadafi o Burguiba, ya no están. Se sopesa la idea de bombardear barcos pirata si la ONU expide el certificado de legalidad, porque lo importante es, como decía no ha mucho El Roto, que «los inmigrantes se ahoguen en sus costas».

Se ha dicho, y con razón, que la emigración es el mayor problema político de nuestro tiempo. Las masas itinerantes de seres humanos que huyen de la miseria pueden desestabilizar países, zonas geográficas y hasta el orden económico mundial. Para los analistas más sensatos, la migración es un problema que nos concierne a todos y solo es resoluble enmarcándolo en una estrategia de justicia global que, por el momento, solo existe en la mente de algunos, pocos, grandes teóricos. La justicia global no cabe en el maletín de la troika de turno (formada por hombres de negro que representan los intereses de las grandes entidades financieras del mundo). Tiene que ver, más bien, con políticas económicas que se hacen cargo de las desigualdades existentes teniendo en cuenta que hay una relación causal entre la riqueza de los ricos y la pobreza de los pobres. Mientras llega esa solución, tendremos que aplicarnos a lo urgente: colocar a los que han logrado refugiarse en tierras europeas e impedir que vengan emigrantes en busca de trabajo.

Lo que nos es común a los europeos es que no les queremos. Los más extremistas han hecho de la xenofobia bandera para medrar políticamente, difundiendo tópicos tóxicos tales como que acaparan las ayudas públicas, nos roban los empleos, sobrecargan los ambulatorios o degradan la enseñanza. Eso, los más extremistas, porque la mayoría de nosotros no tiene claro por qué hay que ser hospitalario. Y este es el problema: que la hospitalidad resulte extraña a nuestra forma de sentir y de pensar.

¿Que por qué debemos ser hospitalarios? Porque también otros lo fueron con nosotros. No hay pueblo en el mundo que se quedase en el lugar que marcó el fundador con una pica. Todos hemos sido acogidos, sin olvidar que a veces nos hemos quedado en algún lugar expulsando a los que allí estaban. Si hay algo claro en la historia de la humanidad es que nadie es propietario del territorio que pisa. Sea porque unas veces nos han acogido generosamente, sea porque nos hemos apropiado violentamente del lugar, la conclusión es que no nos pertenece el lugar que habitamos. No es propiedad privada. Por eso la hospitalidad ha sido siempre un rasgo civilizatorio.

Es un gesto moral que, evidentemente, tiene sus riesgos. El expresident Pujol no tuvo inconveniente en reconocer que la emigración era «un peligro para la identidad catalana». Venían con otras lenguas, otras religiones y otras culturas (y muchos más hijos) que podían contaminar la pureza o la hegemonía de lo castizo. Jacques Derrida, un pied noir judío que tanto sufrió con la hostilidad del entorno y tan bien habló de la hospitalidad con el otro, decía que la hospitalidad tiene algo de parricida y antiidentaria, pues altera existencialmente los patrones establecidos.

No se trata de tumbar las fronteras, ni siquiera de transformar el principio civilizatorio de la hospitalidad en política migratoria. El atractivo humano que pueda tener Europa puede perderse incluso para los emigrantes si las políticas que la han hecho atractiva se hacen imposibles. Hospitalidad y política no deben confundirse, pero sí influenciarse. No es lo mismo mirar al que llega con sentido de la hospitalidad que hacerlo con la coraza de la hostilidad. Entonces entenderíamos que 20.000 refugiados no son nada al lado de los 13 millones que deambulan por el mundo.