Pequeño observatorio
Entre gritar y callar
En el tren o el autobús, hay quienes ponen en marcha su motor de hablar y ya no paran
Josep Maria Espinàs
Periodista y escritor
JOSEP MARIA ESPINÀS
Más de una vez, a lo largo de mis viajes a pie, yendo por un camino solitario me he detenido y me he dicho: «Qué silencio...». Esta revelación no se producía forzosamente en un punto elevado de un camino. También sentado en una plaza de pueblo ha habido algún momento en el que, en mi soledad, he oído que en ese espacio no había ninguna señal de vida. Ninguna ventana se abría o cerraba, ninguna mujer pasaba con un capazo ni ningún aire daba voz a las hojas de los árboles. El gran arte del ruido es el que domina la vida.
He leído en este diario -lo explicó en agosto Mauricio Bernal- que Renfe ha introducido en el AVE un vagón silencioso para los que no quieran escuchar la conversación de los que se sientan al lado o enfrente -a menudo la gente habla demasiado alto- ni asistir a la fiesta mayor de los móviles, a través de los que podemos saber, todos, si la comida que ha tenido aquel señor con el cliente ha sido agradable, y que en Sarrià caen cuatro gotas pero parece que no será nada. Noticias importantísimas, que merecen ser anunciadas en voz alta.
Si no me equivoco, los vagones del silencio estarán prohibidos a los niños, que, como sabemos, a menudo son gritones. Laboralmente la noticia es interesante, porque se tendrá que crear el cargo de inspector del silencio, que paseará constantemente por el vagón con un audímetro en la mano. ¿Y los adultos charlatanes? Hay señoras y señores que en cuanto encuentran un asiento libre -en el tren, el metro o el autobús- ponen en marcha su motor de hablar y ya no paran. Primero buscan la complicidad auditiva de los viajeros del asiento de al lado, y si fracasan exploran los que tienen delante o detrás.
Puedo aportar un testimonio personal. En el autobús, una chica iba aguantando el discurso del hombre que tenía sentado enfrente, hasta que decidió levantarse y quedarse de pie en la plataforma. Al cabo de tres paradas -cuando yo bajé del autobús- aún estaba de pie agarrada a la barra, mirando la calle, decididamente de espaldas al impertinente charlatán.
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