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En la picota

RICARD FERNÁNDEZ DEU

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El proceso en el que se halla incursa la hija del Rey está teniendo consecuencias que superan la eventualidad -improbable- de que acabe siendo procesada por blanqueo de capitales, fraude fiscal, o ambas cosas.

Nadie debe ignorar el uso que de su imputación están haciendo quienes pretenden moverle el trono al Monarca. Me apresuro a afirmar que Cristina de Borbón ha de responder de los posibles ilícitos penales que algunas partes le atribuyen, y que la ley le debe ser aplicada con el mismo rigor que a cualquier otro. Pero del mismo modo que rechazo para ella cualquier privilegio, afirmo que tampoco su condición de miembro de la familia real debería suponerle en este trámite perjuicio añadido.

Se ha percibido estos días un interés mayor por saber cómo se produciría su trayecto hasta los juzgados que el hecho mismo de la tan esperada comparecencia procesal. Más allá de la banalidad desde la que se han producido la mayoría de los comentarios vertidos en público y en privado, algunos no ignoran -y seguramente por ello lo promueven- que el escarnio de quien ocupa el séptimo lugar en el orden de sucesión a la corona podría tener muy diversas e indeseables consecuencias. Un simple vistazo a lo publicado hasta ahora en algunos medios internacionales de referencia da una idea de la repercusión que la imagen de la infanta sometida al desahogo popular puede tener, y de los efectos que de ello se derivan, para la más alta institución del Estado.

Conviene recordar que quien depuso ayer ante el juez instructor es la ciudadana Cristina de Borbón, no la hija del Rey; del mismo modo que quien entraba y salía del edificio de los juzgados de Palma de Mallorca es la infanta de España y no una persona cualquiera, razón por la que se justifican plenamente las precauciones adoptadas.

Con independencia de la relevancia institucional de la imputada, de este trance debería interesar solo cuanto se desprende de su declaración, es decir, lo contrario de lo que la mayoría de los medios de comunicación persiguen. Y no deja de resultar sospechoso, o por lo menos incomprensible, que los mismos que alimentan para este caso los peores instintos básicos acepten sin aspavientos que a un político se le evite el trago de pasar por los juzgados y se le consienta declarar por escrito, desde la comodidad de su despacho, en asuntos de mucho mayor calado penal. Ese sí es un privilegio, y de dudosa legitimidad, por cierto.

Si se pide, y yo lo hago, igual trato para la hija de don Juan Carlos que para cualquier otro justiciable, habremos de convenir que el mismo derecho a la presunción de inocencia y a la privacidad que asiste a un ciudadano anónimo debe aplicársele a ella. No existe artículo alguno en nuestro ordenamiento jurídico que contemple la llamada pena de telediario, equivalente a la que fue en una época afortunadamente superada la pena de picota.

Lo que cabe ahora es pedir la mayor diligencia al juez instructor. Una imputación no es una condena; es, tan solo, la presunción de un delito en base a los indicios de que se dispone. Pero solo cuando se declare la apertura del juicio oral sabremos si el martirio al que se refería hace unas semanas el jefe de la Casa del Rey termina, o si, por el contrario, lo peor está todavía por venir.