El emperador de las rastas

El corto gobierno de Julián el Apóstata estuvo definido por la tolerancia, la virtud y el cultivo del espíritu

XAVIER BRU DE SALA

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Uno de los grandes reformadores de la historia, llevaba no tan solo el pelo enganchado con rastas, sino que se enorgullecía de no lavarse mucho: «...Y si el espesor de la barba no me bastaba, añadid todavía la suciedad de la cabeza...». Esto decía de si mismo Flavio Claudio Julián, (siglo IV), que ha pasado a la historia como Julián el Apóstata. El mote le fue endilgado por el cristianismo, no por haberlo prohibido, en absoluto, sino porque propició la permanencia del culto a los dioses antiguos. Julián pensaba que el imperio no se podría mantener si liquidaba sus creencias. En el plano personal, compartía y practicaba los ideales ascéticos, contenía la sexualidad y se negaba, por ejemplo, a depilarse de arriba abajo como era costumbre. Tampoco iba al circo, los bailes o los banquetes, ni los organizaba, porque le eran indiferentes, pero los permitía. Julián prefería la cultura al entretenimiento.

Es muy probable que si no hubiera gobernado tan poco tiempo (murió, joven, en campaña militar contra los persas), Roma y el mundo hubieran consolidado el principio de tolerancia, y el cristianismo, la única religión que pretendía la eliminación de la competencia, se hubiera tenido que adaptar o esperar algo más para enterrar a todas las demás concepciones de la humanidad e imponer la propia en exclusiva. Siglos de oscurantismo que quizá nos habríamos ahorrado.

CONTRA LOS ABUSOS DE LOS PODEROSOS

Ahora hay quién se horroriza por la presencia de un diputado con rastas en el Congreso o la reivindicación de la copa menstrual. ¡Qué escándalo! Solo hay que recordarles, y en esto consiste también el valor práctico de la cultura, la figura de Julián. Un poder sin límites que usaba ante todo para renunciar a la pompa, apartarse de los aduladores y pedir que le trataran con sencillez y libertad. Julián se dedicaba al cultivo del espíritu y menospreciaba el culto al cuerpo, pero ello no le impedía ser un excelente gobernante, contrario a la corrupción, que protegía a la mayoría de los abusos de los poderosos, eso que hoy llamaríamos limitar las ganancias excesivas de las élites extractivas (en vez de facilitarlas cómo ha acabado haciendo la socialdemocracia).

Julián llegó a Antioquia, una ciudad opulenta y juerguista, pese a que oficialmente muy cristiana, al sur del actual Turquía, y enseguida escuchó el pueblo. «Hay de todo, pero todo es caro». Llamó a los aprovechados y les pidió moderación, pero no le hicieron caso. «Cuando vi que el clamor del pueblo era verídico y que el mercado no sufría de escasez sino de la voracidad de los ricos, fijé un precio razonable para cada cosa y lo publiqué», explica. La historia no acaba aquí. Tras haber importado trigo para paliar las consecuencia de una mala cosecha, el emperador de las rastas concluye «la ciudad, en cuanto a mí, tiene una sola opinión, los unos me odian, y los demás si bien yo los he alimentado, son unos desagradecidos».

Al final del excelente librito sobre su mala experiencia a Antioquia, titulado 'El enemigo de la barba' en referencia a sí mismo, Julián se culpa de sus males, se propone gobernar con mayor inteligencia, y en vez de castigar a los difamadores y a los desagradecidos, y podía haberlo hecho en formas terribles, pide, «¡que los dioses os den, por la benevolencia y el respeto que me habéis mostrado en público (no en privado, claro), la compensación que os corresponda!».

EL CAPITALISMO EN VERSIÓN PROTESTANTE

Hay quien, muy equivocado, piensa que los comportamientos virtuosos se inauguran con Calvino (que, al revés de Julián, no se privaba de mandar torturar y matar a sus opositores) y también que el capitalismo en versión protestante es el padre y la madre del progreso. Muy al contrario, podemos observar cómo, en el Europa moderna, la mayoría de protestantes «rezaban y comían patatas», según descripción tan peyorativa cómo compartida, mientras los países católicos, de Nápoles a Austria o Flandes, sin olvidar Francia, desarrollaban el comercio y vivían en relativa abundancia y mayor tolerancia. Recordamos, por otro lado, que el capitalismo manchesteriano, de competencia feroz y régimen laboral esclavista, es una joya de la corona de la tradición protestante.

El propósito de Julián no consistía en ser mejor que los demás (tenía muy fácil para parecerlo si usaba su poder omnímodo), sino en esforzarse para llegar a ser mejor que sí mismo y gobernar con acierto y ecuanimidad. En nuestros días no sería antisistema ni de lejos, pero seguro que no habría permitido que creciera la desigualdad a favor de los que más tienen. Solo con esto, el reequilibrio social, los anticapitalistas no serían tan numerosos ni tendrían tantas razones para sublevarse y votar, en Europa y América, a partidos y candidatos situados en los márgenes del sistema. O muy a la izquierda o demasiado a la derecha.