Pequeño observatorio

Elogio del pequeño y vago ruido

JOSEP MARIA ESPINÀS

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Cuando era joven escribí siete u ocho novelas en los cafés. Muy a menudo salía de noche. Quizá era una manera de aislarme un rato de la vida casera, que reclamaba mi atención. A menudo alguna pequeña circunstancia habitual, insignificante, de la vida familiar. El instinto me llevaba a buscar un ámbito diferente si realmente quería trabajar. Fueron, sucesivamente, tres o cuatro establecimientos: L'Or del Rin, el Euskadi -si no me equivoco, el franquismo obligó a cambiar su nombre: Navarra-, un café en la Gran Via...

Para mí estos cafés -sobre todo los que tenían un altillo- eran unos espacios ideales para pensar y escribir, porque de noche eran lugares bastante tranquilos, con clientes a menudo habituales y nada escandalosos. Y el hecho interesante, para mí, era precisamente sentir el rumor de unas conversaciones poco llamativas, vagas, porque no buscaba que me interesaran, al contrario, no pretendía entender esas voces. Lo importante era que aquel ruido de fondo me creaba una especie de perfecto aislamiento.

El ruido de fondo parecía estimular mi máquina de pensar. Un amigo que a veces venía a encontrarme hacia medianoche me decía: «No sé cómo puedes escribir con ese ruido». ¿Qué ruido? No lo oía. El silencio no me ha inspirado nunca, no me ha activado casi nunca. Más bien me paraliza.

Pienso ahora que hay un ruido que me despierta, que incita, pero también pienso en el silencio astuto del tigre que se acerca silenciosamente a la víctima que ha descubierto. Alfred de Musset escribió: «El severo dios del silencio es uno de los hermanos de la muerte».

Si se me permite comparar la miseria que es una mosca al lado de un tigre, diré que la mosca y el mosquito van por el mundo condenados a hacer un ruidito que los denuncia y les puede costar la vida si alguien no puede dormir.

Reconozco que, a veces, a la hora de escribir me ha costado encontrar un ruido a medida.