La clave

Elogio de la fe

ENRIC HERNÁNDEZ

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Creer. Creer que hay una vida mejor después de la muerte, que la abnegación terrenal tiene recompensa celestial. Y obrar en consecuencia. Creer, resignarse al dolor y a la injusticia como pruebas que nos pone el Señor, aunque el causante de nuestros males nos sea conocido, incluso cuando el Príncipe de las Tinieblas y sus encubridores se disfrazan con hábitos sacerdotales. Creer, acatar con resignación la marcha de un ser querido como un designio de Dios, aún más si se ha ido por voluntad propia. En las peores circunstancias, creer nos ayuda a seguir creyendo.

Creer. Creer tan ciegamente en nuestras propias ideas que la mera existencia de otras opuestas nos resulte del todo inconcebible. Creernos en posesión de una verdad tan universal que no haya argumento ni evidencia que la pueda refutar. Creer, aferrarnos a nuestras inquebrantables creencias hasta inmunizarnos ante el riesgo de contagio de las ajenas. Y, sobre todo, no dudar ni hacernos preguntas, que así empiezan las crisis de fe.

Patria, lengua y bandera

Creer. Creer en una patria, la que sea, y amar su lengua y su bandera por encima de todo. Creer que nuestra identidad personal no es sino la colectiva, que con un compatriota que en nada se nos parece compartimos más cosas que con cualquier foráneo, por mucho que se nos asemeje. Creer que todas las penalidades que padecemos, sean o no comunes a nuestros vecinos, obedecen a un plan urdido por un enemigo exterior. Creer en la existencia de una panacea nacional, en la taumaturgia de un ideal patriótico que daría sentido a nuestros padecimientos y que por sí solo curaría nuestros males. De nuevo, la recompensa celestial de la abnegación terrenal.

Creer, también, en las facultades redentoras de los hiperliderazgos, luzcan corbata o coleta. Creernos que velan por el bien común, y no por el propio. Creer en sus palabras pese a que no se compadezcan con sus obras. Creerlos infalibles, confiar en que saben adónde nos llevan incluso cuando nos ocultan las consecuencias del periplo.

El paraíso de la fe es el infierno de los descreídos que, por nuestro bien, desearíamos profesarla.