ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Eli Wallach sin zapatos

Trueba

Trueba / LEONARD BEARD

DAVID TRUEBA

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Uno de los regalos maravillosos que me hizo esto de dedicarme al cine fue conocer a Eli Wallach. En enero de 1995 llegué a Miami para reescribir algunas escenas de 'Two Much', la película que dirigía mi hermano Fernando. Necesidades variadas y caprichos de algunas estrellas obligaban a pequeños cambios intrascendentes, pero que precisaban de la mano del coguionista. Mi hermano me advirtió, entre miles de angustias: "Espérate a conocer a Eli, es maravilloso". Y así era, con ese aspecto de judío ladino que tanto nos recordaba en lo físico a nuestro padre, con el que compartía la misma exacta edad, había aceptado interpretar al padre de Antonio Banderas, un veterano brigadista internacional. Recuerdo que el rodaje con la pandilla de vejetes fue uno de esos momentos inolvidables donde no haces más que añadir frases para alargar las escenas como si en realidad quisieras alargar el tiempo, eternizarlo.

En las pausas entre tomas, en las cenas familiares, en la intimidad de amistades que nacen, Eli Wallach era una catarata de anécdotas, que se remontaban a su trabajo con el Actor's Studio, escuela donde era considerado un maestro y en la que había trabado amistad con Paul Newman, Montgomery Clift o Marilyn Monroe, de quienes contaba anécdotas como quien habla de un vecino o un familiar. Hombre de familia y de teatro, su carrera de actor tenía vertientes insospechadas, como malvado de spaghetti western y perverso fajador, con cumbres en títulos como Baby Doll y Vidas rebeldes, pero nunca con falsa intensidad y manierismos baratos. Lo mismo daba que hablaras de Elia Kazan o Tenessee Williams, Eli, al que todos aprendimos a llamar Ilay, en la más correcta pronunciación que alcanzábamos, se apuntó a venirse de visita a España cuando la película se estrenó, y sentados juntos la vimos en el cine Avenida, ahora ya destruido por nuestros depredadores de la Gran Vía. Corría a cualquier llamada cuando estábamos en Nueva York y se convirtió, con su mujer y sus hijas, en un fijo de cualquier artista en concierto que le presentara mi hermano Fernando, especializado en el jazz latino a la sombra inmensa de otro grande, Bebo Valdés.

Fue una noche de aquellas, cuando recordaba cómo el cine le costeaba el capricho de sus estrenos teatrales, con esa memoria prodigiosa que le acompañó hasta un año antes de morir, en el umbral de los 100, cuando me atreví a preguntarle por un momento que considerara la plenitud de su vida en la interpretación. Me dijo: "Quizá te suene a frivolidad, pero rodando 'Cómo robar un millón', que no es una película demasiado memorable, tenía que darle un beso a Audrey Hepburn. Ella era encantadora, pero frágil y cariñosa como una amiga del alma, así que mi turbación era total. Entonces alguien dijo acción y nos besamos y ella venció mi timidez para bordar un beso vivo y creíble. Nadie me vio, pero debajo de la mesa tuve que quitarme los zapatos porque me quemaba por dentro". Me quedo también con ese instante para recordar su sonrisa, su dignidad de profesional sin vanidades grotescas y su chispa plena de humanidad.