ANÁLISIS

El yin y el yang

Los jugadores del Barça y el Madrid, muy atentos en un saque de córner, en el clásico de ayer en el Camp Nou.

Los jugadores del Barça y el Madrid, muy atentos en un saque de córner, en el clásico de ayer en el Camp Nou.

ERNEST FOLCH

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U n clásico es un ser vivo que cambia y se adapta al medio. Sólo así se explica la extraordinaria transformación que vivimos anoche de dos conjuntos que en el mismo partido tocaron el cielo y el infierno con las manos. El Barça se llevó finalmente el botín de tres puntos cruciales, pero antes tuvo que pasearse durante 45 minutos por una finísima alambrada, de la que estuvo a punto de caer infinidad de veces.

Y es que el Madrid tuvo al Camp Nou en vilo, y para nada pareció el equipo moribundo que pintaba en las jornadas anteriores. Tampoco los azulgrana recordaban al conjunto que se había merendado a todos sus últimos rivales. Sin Busquets de inicio y con Xavi en el banquillo, el mediocampo del Barça fue netamente superado en esta primera parte por la media madridista, que parecía dominar el partido, querer el balón y crear ocasiones, como si estuviera suplantando la mismísima personalidad de su rival en su propio campo.

Con Rakitic superado por el partido y Mascherano sin margen para ser mucho más que un mero lampista que tapa todos los escapes de agua, el Barça volvió a entregar de manera sorprendentemente desacomplejada la línea que en su día marcó el estilo del club. Luis Enrique volvió a escoger de salida un modelo distinto al que ha marcado al club la última era: físico en lugar de técnica, pegada en lugar de construcción. Y así fue como el Barça se fue empequeñeciendo y el Madrid se hizo con el partido, pero el equipo blanco perdonó y acabó castigado por la ley más antigua y más severa de este deporte: si fallas, te vas a casa.

La segunda parte empezó muy parecida, pero un pase largo de Dani Alves definido magistralmente por Luis Suárez cambió el signo del partido. Fue una jugada tan efectiva y bien ejecutada como poco reconocible, que certificaba que el Barça, cuando está contra la cuerdas, ya no se agarra a su estilo sino a sus estrellas. A partir de ahí, los azulgrana se empezaron a recomponer y a reconocerse nuevamente: Messi apareció por fin vestido de sublime centrocampista después de un primer tiempo con escasa influencia, entró Busquets para poner orden y finalmente se incorporó Xavi para confirmar que el Barça terminaba el partido a las antípodas de cómo lo había empezado. Justo cuando los azulgrana se adueñaron del balón es cuando sentenciaron el partido, y en los últimos minutos el Madrid no pudo ni siquiera oler la portería de un Claudio Bravo que aguantó al Barça en los momentos más críticos.

Una vez más se volvió a demostrar que dentro de un gran partido caben infinitos partidos, como un encaje de múltiples muñecas rusas. Ayer vivimos dos partes diametralmente opuestas. En la primera, el yin azulgrana de la negatividad, sin pelota, sin Messi y sin estilo. En la segunda, el yang de la positividad, con la posesión y una idea otra vez definida de juego. Y si el Barça ganó fue porque al final la balanza se decantó hacia el yang de toda la vida. Es decir, no hay más secreto que ser uno mismo.