El váter como caracola de mar

Trueba Leo

Trueba Leo / LEONARD BEARD

DAVID TRUEBA

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A veces pienso que en este curioso momento histórico, reverdecida por la revolución tecnológica la reflexión sobre nuestra manera de vivir y comunicarnos, hay múltiples muestras de imbecilidad que no deberíamos dejar pasar por alto. En muchas personas ha provocado indignación y asombro que en las llamadas redes sociales se pudieran leer mensajes insultantes en los días de luto que siguieron a la tragedia aérea del avión de Lufthansa en los Alpes franceses. No hace falta reproducir los comentarios, algunos se limitaban a protestar porque en Telecinco les hubieran retrasado la emisión de su programa favorito para dar información del drama. El programa en cuestión es un espacio algo oligofrénico, muy bien interpretado por chicos y chicas que se reclutan en discotecas para que finjan conflictos sentimentales anfetaminizados por los productores de tele. No es raro que el público de estos programas acabe también sufriendo algún tipo de síndrome.

Hubo otros que se limitaron a redirigir sus insultos al hecho de que el avión hubiera partido de Barcelona. No conviene pasar por alto de esos insultos porque cuando alguien declara alguna forma de aprecio por Catalunya desde otros puntos de España no es raro que reciba insultos y descalificaciones. Hace algún tiempo, a raíz de una ceremonia de premios, hubo gente que me reprochó que hiciera algo así, porque no hacía falta, según ellos. Para algunos nunca hace falta hacer nada ni decir nada bueno de nadie. Pero cuando los insultos son un hecho, conviene recordar, insistir y esforzarse porque también llegue otro discurso. Lo espantoso del asunto de estos mensajes fruto del rencor y la pobreza moral no es tanto que se produzcan, sino que los nuevos mecanismos de comunicación les doten de un eco que antes terminaba en el salón de una casa o la taberna más cafre. Las redes sociales no existen. Son empresas que ganan muchísimo dinero por poner en pie ese diálogo caótico que relaciona a muchas personas, son interesantes pero no anulan a la sociedad real ni la hacen inferior. Son un negocio y como tal deben tratarse y utilizarse.

Imaginen un periódico que reprodujera como noticia lo que se ha dicho en la taberna. Imaginen una radio que recogiera las declaraciones escuchadas en la sala de espera de un hospital. Y que fabricara con ellas un termómetro de por dónde camina la sociedad. Por supuesto que poner la oreja tiene su interés, pero allá donde uno vaya escuchará comentarios lamentables de gente insensible o demente. La red social les concede altavoz para fomentar una controversia que rentabiliza de manera clara. No se trata de preferir el silencio, aunque las palabras necias siempre existirán y solo merecen ese desprecio que nos enseñaron de niños. Hay muchas más conversaciones que merecen el altavoz, gente que habla desde el esfuerzo y la construcción social. Pero nos hemos empeñado en equivocar el centro de nuestras atenciones. Que la estupidez va a seguir presente en nuestra sociedad es algo que nadie puede dudar, porque es intrínseca al ser humano, más habitual que la inteligencia. De lo que se trata es de identificarla con transparencia. Donde cometemos el error es en acercar nuestro oído a la letrina y creer que es una caracola de mar que nos devuelve el eco de las olas. No, el que acerca la oreja a la taza del váter de la sociedad no encontrará otra cosa que la hez verbal de los peores.