MONÓLOGOS IMPOSIBLES

El túnel del tiempo

Charles Aznavour, con sus olivos, en una imagen reciente

Charles Aznavour, con sus olivos, en una imagen reciente / periodico

JOAN BARRIL

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Hubo un tiempo en el que me tentó la idea de colgar en mi dormitorio un espejo de aumento. Porque ya empezaba a estar harto de que la gente me dijera que era demasiado bajito. Todo a mi alrededor es de talla pequeña. Desde el país de mis padres, la lejana Armenia, masacrada por las tropas turcas, hasta mis estudios en París y mis papeles en el cine. A mí me hubiera gustado hacer de simpático soldado, como el de 'Un taxi para Tobruk', pero la oportunidad se me fue con 'El tambor de hojalata'. Nunca más he hecho de abuelo rodeado de actores alemanes que en vez de decir el guion parecía que daban clases de filosofía de Kant. Puestos a buscar cosas pequeñas, ahí tengo mis cultivos de aceite de lujo, que voy distribuyendo por los mejores restaurantes de Francia. Y luego, mis embajadas honoríficas de Armenia, que se encuentran en todas partes.

Pero lo verdaderamente grande ha sido mi vida. Desde los escenarios, 90 años me contemplan. El próximo jueves pisaré el escenario enorme del Liceu de Barcelona. Desde arriba veré, sin duda, muchos cabellos blancos de gente que aprendió a amarse con mis canciones y que hoy ya son más abuelos que yo. La canción no es como la música clásica, esa que es más clásica que música. La canción vive de cada uno de nosotros, pero se nos va enseguida. Los que aprendimos a cantar pronto nos damos cuenta de que el público las hace suyas. ¿Qué queda de 'La bohème'? Hoy la bohemia ya no consiste en acostarse muy tarde, porque los jóvenes han aprendido a domesticar la noche y las camas sirven para cualquier cosa menos para dormir.

Recordaré el primer día que llegué a Barcelona, con las luces de gas amarillentas y las chispas de los tranvías en los desvíos. Entonces canté en el Emporium, ese lugar que ahora se llama Muntaner, y el público me miraba como quien mira al cura que dirige la ceremonia que nos llevaría al paraíso. Hoy he paseado de nuevo por Barcelona. La gente ya no me conoce por mi aspecto, sino por la voz. En aquella España de 1957 el paraíso era Francia. Por eso me he quedado en Europa y no he hecho como hizo Maurice Chevalier cuando cruzó el Atlántico dispuesto a descubrir América. Después del Liceu me gustaría ir a cantar a un lugar más discreto, donde la gente tome sus combinados en silencio mientras me escucha cantar.

En realidad soy el portero del túnel del tiempo. Y me gusta que los músicos de jazz hagan versiones de mis antiguas canciones, esos jazznavoures, recordando cuando los discos eran negros y las chicas eran un pedestal de tocados crepados y una escúter era una máquina del amor.

Como diría Édith Piaf, yo no me arrepiento de nada. Viví muy cerca de ella durante ocho años. A veces algún biógrafo imprudente dice que fuimos amantes. No es cierto. Nos quisimos mucho, y le advertí de los muchos hombres que la rondaban. Pero hay mujeres que están mejor en el recuerdo de los remansos que enredadas en la pasión. Ahora canto para volver a sentir los zarpazos de un gato invisible que llevo en la barriga. Y para dejarme volar con los aplausos llegados de otro tiempo.