El socialismo no arranca

Para refundarse, a la socialdemocracia no le basta con invocar su memoria o sus logros históricos

ANTONIO SITGES-SERRA

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El socialismo no arranca. A pesar de su pedigrí histórico, a pesar de sus indudables logros durante el florecimiento socialdemócrata, el socialismo -o en su caso, los partidos socialistas europeos- no prende en la juventud, no atrae a los desheredados. Una buena parte de responsabilidad por la fragmentación del voto de izquierdas la tiene el socialismo clásico, que ha fallado en la incorporación de sangre nueva ya no a su aparato sino tan siquiera a sus filas. Se me ocurren algunas razones.

La socialdemocracia se rindió al fulgor neoliberal. Margaret Thatcher tenía razón cuando dijo que su mejor logro había sido Tony Blair. Anclado ideológicamente en un pasado que muchos enterraron (no sin buenas razones), el socialismo no supo luego beber del nuevo pensamiento ecologista, descentralizador y autárquico que alertaba contra la desigualdad creciente y el deterioro medioambiental como resultado del capitalismo tecnocientífico y la especulación financiera. Todo iba sobre ruedas para la amplia clase media, que apoyó en su momento a la izquierda moderada y su Estado del bienestar, hasta que llegaron Lehman Brothers y el 15-M, y entonces todo fue llanto y crujir de dientes. Aquello fue un aldabonazo en los oídos sordos de los partidos de izquierdas; ninguno de ellos abrió sus puertas, ante las que esperaba un renovado vigor. Marcelino Iglesias, por aquellos tiempos secretario de organización del PSOE, declaraba que las demandas del 15-M «podían encajar perfectamente en las reformas que para encarar el siglo XXI tenemos que hacer las democracias avanzadas» (El País, 20 de junio del 2011). ¿Y entonces?

El socialismo jugó la baza de que la moralidad -siempre difícil de fundamentar, siempre sospechosamente anclada en preceptos religiosos- debía ser sustituida por la justicia. Error. Creo que fue Hobbes quien escribió que en los países más corruptos es donde más leyes se aprueban. Muchos socialistas se deshonraron, otros lo parecieron y muchos miraron hacia otra parte confiando en que el prestigio de sus antepasados protegería la credibilidad del partido. Así,  el socialismo regaló a la nueva juventud antisistema la reivindicación de buena parte de su mejor capital: la integridad, la coherencia entre ideas y conducta, la capacidad de entrega, la generosidad; actitudes que fueron seminales en su fundación. Error.

El socialismo se ha rendido a la cultura del guatsap, del espectáculo y de las nuevas tecnologías, olvidando que la ciencia y la técnica deben estar al servicio del ciudadano y no al revés. Como escribió Salvador Pániker, «cada vez es más difícil diferenciar lo que es progreso de lo que es retroceso». Ideológicamente, el socialismo ha permanecido pasivo ante la progresiva autonomización de la tecnociencia respecto del control político y ante la progresión de un capitalismo exuberante que cabalga sobre los nuevos instrumentos de (in)comunicación. Olvidaron a Marshall McLuhan: «Los medios son el mensaje». No leyeron a Naomi Klein. Ignoraron a Tony Judt. Error.

El socialismo ha seguido una deriva fatal desde que se inició como utopía, progresó hacia una supuesta ciencia histórica (asesina, por cierto), se hizo luego democrático con Palme y Brandt, para acabar en gastronómico durante los años finales de Mitterrand, Blair y González. El socialismo ha perdido tirada ética, capacidad de sacrificio, se ha hecho demasiado lúdico y se ha desconectado de las raíces utópico-religiosas que con disfraz anarquista alimentaron la Europa del 15-M del 2011. Ahora, la izquierda emergente advierte sobre el apoltronamiento de la casta y reivindica con mayor poder de convicción, como otrora hiciera el primer socialismo, una mayor igualdad, el compromiso ético de los que aspiren a gobernar y una mayor sensibilidad social ante la pobreza y la degradación de nuestro entorno.

El socialismo ha perdido sus referentes ideológicos, pero quizá no haya agotado aún su capacidad de regenerarse. Pero para refundarse no tendrá suficiente con invocar su memoria, sus hitos históricos, sus logros o la capacidad de seducción que tuvo en su momento; ni le servirán de mucho las críticas a la derecha con la que hace tiempo comparte partitocracia y prebendas. El socialismo debe escuchar las propuestas de la nueva economía que mira hacia el bien común y plantear con coraje y sin complejos otro tipo de contrato social entre el capital y el ciudadano, combatir el consumismo, consolidar los servicios públicos y detener la especulación financiera. Debe denunciar que crecer económicamente no implica necesariamente que crezcan aún más las desigualdades no solo dentro de cada ciudad, de cada país, sino entre las economías más afluyentes y las más pobres del planeta. De verdad que estamos ante un tiempo nuevo, y quien no lo entienda sucumbirá al tsunami de la indignación, con el peligro de que este arrastre también mucho de lo bueno que el socialismo nos ha dado.