MONÓLOGOS IMPOSIBLES

El rayo que engendra el trueno

Barril

Barril / periodico

JOAN BARRIL

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La verdad, soy un tipo con suerte. Pero la suerte se ha de buscar y se ha de trabajar duro. A veces se sufre y otras veces se siente el cosquilleo del éxito. Desde los 4 años, siento una vibración enorme entre las piernas. Los motores han ido creciendo y yo no he dejado de ser un tipo delgado y tal vez frágil. Incluso tuve que hacer una dieta de engorde, como si fuera ganado. Era para evitar que la moto corriera más que yo y, sobre todo, para que en un resbalón no me cayera la moto encima.

Me gustan las motos cuando las oigo por detrás, porque eso significa que delante de mí no hay nadie. Hasta el mismo dottore dice que me quiere. Y el público lleva mi número en las camisetas o lo hace ondear en las gradas. Hasta mi abuelo ha aprendido todo lo que yo sé de motos. Me gusta ir a ver a mi abuelo cuando no estoy dando vueltas por los circuitos del mundo. Ahora ya no voy solo, porque Àlex, que es mi hermano pequeño, también participa en este circo. Y luego, en esos inviernos de Cervera, jugamos a perseguirnos por las carreteras cortando la niebla.

Tenía 15 años y 125 días cuando me subí por primera vez a un podio del Mundial. Fue en Donington Park, en el Gran Premio de Gran Bretaña. Ahí no había policías de tráfico que me pidieran la documentación en cada adelantamiento. Me metí entre las otras motos y acabé primero. Así empezó el vicio de ganar. Y así continúa. Ahora, incomprensiblemente, me llaman el trueno de Cervera. A mí, que siempre río y hablo en voz baja. Pero ya lo he dicho antes: los motoristas somos centauros frágiles. El que más y el que menos lleva diversos metales en el cuerpo. No se ven, pero sabemos que están ahí: titanio, hierro, plástico. Estamos hechos del material que nos ayuda a vencer y las grietas de las clavículas, los peronés, las muñecas y los antebrazos nos recuerdan cada noche el riesgo de una caída. Nuestro cuerpo no sale a la pista carenado. El aire de la velocidad se nos mete en los ojos y en las narices y a veces nos hace dudar sobre si en efecto nos gusta conducir.

Luego está el mundo real, el de las noches y las juergas. Hay que elegir bien a tus amigos porque no es bueno que un amigo sea a la vez tu contrincante. Tenía una novia que siempre se quedaba en su casa mientras yo buscaba la bandera a cuadros de la llegada. Lo tuvimos que dejar porque es difícil ser la mujer de un pescador, de un soldado o de un torero. Pero yo no pienso que me voy a caer. En el fondo es como si corriera con un par de ángeles que me mantuvieran en pie sustentándome a cada lado de la moto, tal vez ángeles que supieran conocer el ángulo de las curvas y el desplazamiento del centro de gravedad para evitar la caída. Eso en lo que respecta a las carreras, pero se puede ir en moto con el placer del jinete solitario. Me gustan las motos para correr, pero en realidad me gustan las motos para verlas en reposo: esos tubos de escape bruñidos, esos carburadores tentadores, esa belleza de la potencia hace que cuando voy por la calle doble la cabeza cada vez que veo una moto. Me gustan los semáforos porque es allí donde se culmina el gran acto de la vanidad. Otro motorista espera junto a nosotros. No nos mira a los ojos ni quiere saber quién vive en el interior del casco. Sentimos cómo examina la atracción de la ingeniería. Para los otros motoristas lo importante no es la posesión de la moto sino la entrega incondicional de la moto. A veces, de noche, voy a mi pequeño museo y olisqueo como un felino en celo las partes más íntimas del motor parado. Tal vez algún día consiga que se despierte al notar mi presencia cercana.