El partido inacabado

ERNEST FOLCH

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

En el hemisferio norte, el verano llega cuando los niños abren la puerta de sus casas y se ponen a jugar a fútbol. Como los caracoles después de la lluvia, así salen los niños, en esta época, a darle patadas a un balón: las plazas son tomadas por jerséis, zapatos y gorras como improvisados y ambiguos palos de porterías imaginarias. Cualquier partido que se preste debe por supuesto salvar obstáculos insalvables: a pesar de los padres que anuncian la merienda, de esos carteles que prohíben por suerte sin éxito que se juegue a pelota, de tantas diferencias de edad o de raza, a pesar de esa luz que se va o de ese coche que cruza, los partidos deben ser terminados y debidamente desempatados, da igual donde se celebren.

En el sur, el fútbol no es ninguna marca estacional sino la vida en ella misma: en cualquier calle fangosa de Adís Abeba lo único que rueda es un balón, que sirve no para ganar sino sencillamente para soñar. En este preciso momento, millones de niñas y niños ricos y pobres, oscuros y blancos, invaden los espacios públicos movidos por uno de los resortes más innatos que conoce la especie humana. Y es que el fútbol que vemos por televisión es solo la minúscula punta del gran iceberg del fútbol que impulsa el planeta. La gran paradoja es que no hay nada más forzado e innatural que pegarle a algo con el pie y sin embargo, en contra de toda lógica, acaba imponiéndose este instinto primigenio y absurdo, quizá porque no aspiramos a lo evidente sino a domar la dificultad. Los Messis de todas partes solo existen como resultado de esta fascinación, cada estrella es tan solo el último eslabón de una larguísima cadena de esperanzas que empieza cada día en todos los rincones del mundo.

La eterna cadena

El 18 de julio de este 2014 cuatro niños de la familia Bakr se disponían a seguir esta eterna cadena y jugaban en la playa de Gaza el enésimo partido de la infancia cuando les cayó encima un proyectil. En medio de una guerra, cuatro niños decidieron dejarse llevar por este instinto y empezaron a pegarle patadas al balón que mueve el mundo. Nunca sabremos cuál fue la última jugada de Ahed, Zakaria, Mohamed e Ismael, nadie nos dirá el resultado ni dónde fue a parar la pelota. Las crónicas solo han acertado a concretarnos que el misil venía del mar y que alguien tuvo la deferencia, como es costumbre, de enviar un SMS para limpiar su conciencia antes de apretar el botón de la muerte. Para distraernos y esconder los crímenes, nos hablan de geopolítica y de un cínico derecho a defenderse, que viene de los tiempos bárbaros del ojo por ojo y diente por diente. Antes de que nos caigan encima los analistas de los despachos, la única noticia es el partido que los cuatro niños dejaron inacabado en una playa de Gaza. Este verano, todos los niños tenemos la obligación de terminarlo y desempatarlo.