Dos miradas

El mortero

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Visito a un albañil jubilado que vive en la Garrotxa. Me ha de dejar las llaves de una casa donde pasaré unos días, tratando de encontrar un poco de frescor -por lo menos psicológico- en esta canícula indecente que nos toca vivir. Cerca de su casa hay un río y un bosque sombrío que no ayudan lo suficiente, bosque y río, para luchar contra la temperatura. Me recibe con una camisa con las mangas recortadas que le viene holgada. Se mueve por la era de la casa y cuida de unas gallinas y un gallo ufano y soberbio del Prat, con las plumas como barnizadas, la cola de color verde oscuro y las reglamentarias patas azules. Me da la llave pero, antes, me hace entrar en la vivienda, ciertamente discreta y humilde (y fresca, la observación no resulta despreciable) y me enseña una colección de morteros que él mismo ha elaborado en las horas de ocio. «Me dedico de vez en cuando, siempre que puedo», me dice. Luego, en un rincón de la finca, a retiro, donde guarda las herramientas, me muestra su última creación artesanal. «Ves, todo sale de una piedra como esta, la voy vaciando, miro que no se agriete, y con el martillo y el escoplo doy forma el mortero. Más tarde lo pulo y le hago estas grietas, senderos por donde se derrama el aceite».

Sospeso la pieza y no solo compruebo que es contundente sino que también esconde algún tipo de mensaje secular. Este hombre, como Miguel Ángel, ve la piedra bruta y sólida y es capaz de percibir en ella el vaso futuro. Las manos vacían lo que sobra.