Pequeño observatorio

El mediodía ha perdido la identidad

JOSEP MARIA ESPINÀS

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Desde hace varios meses hago una cosa que no había hecho prácticamente nunca: la siesta. No todos los días, solo de vez en cuando, algunos fines de semana me tumbo en la cama. Literalmente no hago una 'migdiada', como se dice en catalán, porque no me adormezco al mediodía en punto, de la misma forma que en castellano la palabra siesta se refiere a la hora sexta de los romanos, que también corresponde a las doce.

Hoy no solemos hablar del mediodía para referirnos a las doce de la mañana. Cuando acordamos con alguien que nos encontraremos para comer a mediodía estamos de acuerdo en que la cita no es a las doce, sino a las dos o dos y cuarto. Las doce han perdido la condición divisoria de la jornada, como era, y quizá aún lo sea, para algunos agricultores. Cuando el trabajo exigía luz solar y al campo se tenía que ir al amanecer, porque había que plegar cuando oscurecía. Las doce era realmente la hora que partía el día.

Yo aún he conseguido vivir el mediodía rural en uno de mis viajes a pie. Pocos minutos después de las doce pasé junto a una familia que estaba haciendo un almuerzo-comida. Me paré y me invitaron a comer algo. Recuerdo aquella natural cordialidad, y cómo se alegraron de que comiera un bocadillo y compartiera con ellos unos minutos de placidez a la sombra escasa de un almendro.

Con el paso del tiempo, la diversidad de oficios, y la revolución que supone la posibilidad -aunque de momento minoritaria- de trabajar sin moverse de casa, esto supone el desmontaje del llamado horario laboral normalmente aceptado. Yo lo incumplí hace muchos años, cuando iba a un café después de cenar para escribir una novela detrás de otra. Quizá algún lector de estos artículos me dirá que aquello no era un trabajo. Si escribir no es un trabajo, tengo que admitir que toda la vida he sido un vago.

Ahora las siestas llegan, de vez en cuando, en mi vida, y me hacen ver que con mis ausencias el mundo no pierde nada. el