El maldito avión, el opulento Catar y Fernando Borderías

EMILIO PÉREZ DE ROZAS

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Acabo de aterrizar en Doha (Catar) y, mientras salimos del inmenso avión de Catar Airways, Damià Aguilar, de Catalunya Radio, me susurra al oído que se ha caído un avión en Francia y que no parece que vaya  a haber sobrevivientes. Y que muchos, muchos, demasiados, de los desaparecidos (ya sé que no importa la nacionalidad, ¡nunca importa la nacionalidad!) son españoles.

Cuando ya estoy en el también, sí, también, desproporcionado aeropuerto (todo aquí da vergüenza ajena, créanme), conecto el móvil y lo primero que me aparece es un mensaje de mi amigo íntimo Ramón Besa, diciéndome que se acaba de morir Fernando Borderías. Sí, ya sé que en medio de tanta desgracia y muerte, en medio de semejante desesperación de todos y para todos, que yo les venga a hablar aquí de un amigo, perdón, de un periodista, podría convertirme en un trastornado.

Y, miren, sí, ni siquiera voy a reparar en que piensen eso de mí. Solo quiero dejarles estas líneas para decirles, porque sé que les interesa, a bastantes de ustedes, sí, a la gente de mi edad, ya superados los 60, con cara de viejo, edad de prejubilación y glaucoma galopante, pero con la misma pasión de hace 40 años, que, junto a los muertos del avión alemán, coloquen a este 'monstruo' del periodismo.

No del periodismo radiofónico o televisivo, no, no: del Periodismo, con mayúscula, sí. De eso que ya no se lleva, pero que aún existe. Podría decir que Borderías fue un maestro. ¡Mentira! Borderías quería ser periodista, quería informar, quería ser molesto, quería ser audaz, mordaz, impertinente, incisivo, determinante, permanente, coñón, si hacía falta, pero siempre sagaz y duro, muy duro con todo el mundo, incluidos nosotros, sus compañeros de profesión.

A Borderías le daba igual que alguien lo copiase o imitase. No hacía caso a los elogios que recibía por millones ¿cuándo?, cuando convirtió el teléfono, no el móvil, no, el teléfono en un arma mortífera y en una maravilla periodística. Borderías encontraba hielo en el Sáhara y al demonio en el desierto. Si te perdías el programa de Borderías, te perdías la entrevista que tú, idiota, imbécil de ti, habías estado persiguiendo durante todo el día. A ese tipo que tú eras incapaz de localizar en cualquier rincón del mundo, en el punto sin retorno, en el lugar imposible, Borderías lo tenía amordazado para él solito y en punto.

No, no, no quiso ser maestro. Ni tenía madera de ello, aunque los hubo, como mi amiguísimo y extraordinario periodista Marcos López, que aprendieron de él solo con mirarle, con rozarle, con estar a su lado. Porque, eso sí, Borderías no te daba pescado, ¡ni uno!, pero si te fijabas en él, aprendías a pescar. Eso sí, su agenda era suya y esos teléfonos, que alguien los habrá heredado, eran su vida y la historia de un profesional casi, casi, irrepetible.

Era puñetero, tenía un instinto único, era gracioso, a su manera, y tenía una clase brutal. Nació en Zuera (Zaragoza), hace ahora 71 años y siempre estuvo entre nosotros. Cuando me han hecho quitar las gafas, justo en el momento de retratarme para entrar en este país de ricos, donde pagas 20 euros por pisar su suelo, me he visto reflejado en el espejo de la sofisticada cámara fotográfica, que manejaba una preciosa aduanera, ni siquiera policía, y he pensado diez segundos en Fernando Borderías. En que le hubiese dicho un piropo. Y que ella, catarí o no (no lo parecía, no), le hubiese sonreído. Y, fijo, hubiese sido su única sonrisa del día.