La pervivencia de la religión

El fracaso del ateísmo

Dios presenta una capacidad milagrosa para resistir el embate de filósofos, científicos y racionalistas

XAVIER BRU DE SALA

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gustín de Hipona proclamó su nueva fe (había sido maniqueo) en un magnífico libro, las Confesiones, de lectura muy agradable y al alcance del lector medio. Siglos más tarde, Tomás de Aquino, el otro gran santo filósofo, y Ramon Llull, que no es santo por culpa de antiguas envidias contra el franciscanismo, pretendieron demostrar su fe. Grandes edificios de bellísimos razonamientos en equilibrio, como catedrales góticas mentales, que sucumbieron al cabo de poco a manos de lógicos más precisos. En nuestros días, el triunfo de san Agustín sobre sus temerarios sucesores es evidente y la Iglesia se afana en proclamar el misterio de la fe. La fe, en lo que sea, es antes un misterio que un producto de la razón. Si unos tienen fe en Dios, a ver quién se enfrenta a ellos.

Uno de los primeros que se atrevieron fue el poeta latino Lucrecio, fundador del librepensamiento occidental según el último libro de Martí Domínguez, El somni de Lucreci, uno de los ensayos más interesantes, amenos y apasionados que se han escrito en catalán. Tomando a Lucrecio como padre fundador del ateísmo, Domínguez escribe la historia de los que se han opuesto al oscurantismo (y según el autor, no hay religión que esté exenta de eso, tampoco la nuestra) de una forma tan honesta como beligerante. A lo largo del tiempo, el ateísmo ha estado mal visto, cuando no perseguido. Ahora, a la luz de tantos adelantos científicos, de la comprensión del átomo y del universo, parece que han cambiado las tornas, y según no pocos racionalistas, agnósticos, ateos y asimilados, la creencia en Dios es una antigualla. Aún peor, no hay lugar para la fe en un Dios todopoderoso que vela por cada una de sus almas. ¿Almas? ¡Si Francis Crick, uno de los padres del ADN, demostró hace diez años que el alma no existe!

He aquí que, un siglo y cuarto después de que Nietzsche proclamara la muerte de Dios, la religión debería encontrarse en proceso de extinción. Tal vez debería ser así, sobre todo el fanatismo religioso, pero Dios presenta una capacidad milagrosa para resistir los embates de filósofos, científicos y la pléyade de impertérritos racionalistas. Creamos o no creamos en Él, deberemos admitir el fracaso del ateísmo y la persistencia de Dios. En el mundo del siglo XXI es evidente. Que en algunos países de nuestro entorno la observancia de los preceptos religiosos sea baja y muchos consideren, por ejemplo, que abstenerse de comer carne en Semana Santa es un signo de atraso social y mental no significa que hayan dejado de creer en Dios, la resurrección, el más allá o todo a la vez.

Parece que, además de resistente, Dios es bastante adaptable, o lo son sus administradores. Si hasta hace cuatro días Dios gobernaba las conciencias y dictaba los comportamientos, en las sociedades avanzadas se ha vuelto compatible con la autonomía del individuo y la libertad de conciencia. Hasta el punto de que dicha compatibilidad es un distintivo irrenunciable de la modernidad.

Aun así, y quizá en parte por eso, el conocimiento y los datos de que hoy se dispone entierran, quizá de manera definitiva, el sueño de Lucrecio sobre una humanidad atea. El ateísmo y su gran aliado, el agnosticismo, han avanzado mucho en un siglo, es cierto, pero están lejos de ser mayoritarios y parecen haber topado con barreras infranqueables. ¿Cómo se explica?

Para certificarlo y tratar de comprenderlo son imprescindibles los datos y las reflexiones aportados por el eminente neurobiólogo y ensayista Adolf Tobeña. En su libro Devots i descreguts aprendemos, si es que no teníamos noticia de ello, que en Estados Unidos el ateísmo triunfa tan solo entre los científicos de élite, pero no entre los que han cursado estudios superiores (y ni que decir tiene, entre la población general). Dentro de este colectivo de élite científica, los que creen en un Dios personal han pasado en menos de un siglo del 27% a menos del 10%. Pero parece que no se contagia, puesto que en el presente y entre los graduados universitarios los ateos son una exigua minoría. Por si fuera poco, entre la gente que se declara poco religiosa es muy elevado el número de los que se consideran espirituales o creen en «algo».

Martí Domínguez acaba su libro deseando que «el hombre acepte, definitiva y plenamente, su naturaleza». Quizá Tobeña y otros estudiosos del cerebro humano podrían responder que la religiosidad, como la credulidad, se encuentra incrustada en la naturaleza humana. En otras palabras, que se puede ser ateo y religioso, cristiano y librepensador, o la combinación de ingredientes, de facto o en apariencia contradictorios, que cada lector prefiera.