La polémica lingüística

El Estado y las lenguas de España

Hay que hacer una ley para oficializar el catalán/valenciano, el vasco y el gallego en todo el territorio

JOAQUIM COLL

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Todos somos conscientes de que el uso político de las lenguas ha ocasionado discusiones absurdas. Es una cuestión que sigue sin resolverse, entre otras razones porque falta una intervención clara por parte del Estado. Es el único actor que tiene la autoridad suficiente para reconducir la cuestión, desde el respeto a los derechos de todos. En La izquierda y la inmersión lingüística(EL PERIÓDICO, 28/5/2015) propuse revisar el modelo monolingüe de la escuela catalana, y ahora deseo completar el discurso sumándome a aquellos que proponen una ley de lenguas oficiales (Mercè Vilarrubias y Juan Claudio de Ramón, Todas las lenguas de España, El País, 1/12/2014).

La Constitución diseñó para España un mapa de bilingüismo territorializado por el que las lenguas distintas del castellano solo son oficiales allí donde se hablan. Pero hay algo con lo que nadie contaba en 1978: que la legítima recuperación y avance de las otras lenguas españolas sería instrumentalizado a menudo por el nacionalismo con el objetivo de erosionar el bilingüismo. Esta es claramente la situación en Catalunya, donde el castellano ha sido arrinconado sin que ello sea percibido por muchos como algo anormal. La razón es que llevamos 35 años escuchando una sola voz: la de los nacionalistas afirmando que el Estado español ataca al catalán y quiere acabar con él. Bastantes catalanes están persuadidos de que ello es así, pues nada se hace para refutar esas ideas.

Muchos reformistas y  federalistas pensamos que ha llegado el momento adecuado para abordar de manera decidida la realidad del plurilingüismo en España. Para ello, nada mejor que una futura ley de lenguas oficiales, gracias a la cual el Estado tome la iniciativa por primera vez y elabore su propia política lingüística. Existen modelos de buenas prácticas en Canadá o Finlandia. Ambos estados legislan sobre el uso de todas las lenguas en sus instituciones de manera independiente de lo que puedan dictar las provincias y regiones.

Siguiendo estos modelos, una ley así permitiría hacer del catalán/valenciano, el gallego y el vasco lenguas oficiales, junto con el castellano. No basta con proclamar que son también lenguas españolas, sino que hace falta la afirmación permanente que acredite la suerte de ser una sociedad plurilingüe. Este reconocimiento se materializaría en varias medidas concretas. En primer lugar, sistematizar lo que se hace. De hecho, el Estado ya hace más por las otras lenguas de lo que muchos nacionalistas quieren creer y de lo que el Estado jamás ha explicado. Para citar solo cinco ejemplos: traducción diaria del BOE en las otras lenguas; desconexión de RTVE en catalán desde 1974; oferta de cursos por parte del Instituto Cervantes de catalán, vasco y gallego; apoyo a las industrias culturales en otras lenguas; y reconocimiento a los creadores sin importar la lengua en la que trabajan.

Estas medidas y otras son prácticas ya asumidas. Nos hablan de un Estado que hace los deberes, pero sin la ambición precisa ni la publicidad necesaria. Esa ley podría incorporar cinco mejoras concretas. Las dos primeras son de orden práctico, mientras que el resto inciden en lo simbólico. Por un lado, la posibilidad de dirigirse oralmente y por escrito a los organismos de planta estatal, incluyendo la justicia, en catalán/valenciano, gallego y vasco, así como la disponibilidad de todos los documentos e impresos importantes en estas lenguas. Y por otro, su presencia en actos y ceremonias de Estado, así como la obligación de rotular los edificios estatales en todas las lenguas oficiales. Finalmente, este nuevo estatus en España haría más fácil modificar el régimen lingüístico de la UE para lograr allí su oficialidad.

La aprobación de esa ley significaría que los partidos han comprendido tres cosas. Que la diversidad lingüística es una realidad en España, una característica que atañe no solo a las comunidades bilingües. Que las lenguas son siempre una cuestión altamente afectiva que es presa fácil de la manipulación política. Y la tercera es una consecuencia de las dos primeras: que las lenguas y sus hablantes requieren que el Estado se haga también responsable. Una consecuencia de esta responsabilidad en materia lingüística es que el nacionalismo dejaría de ser el único que hable en nombre del catalán, su exclusivo representante y gestor. Con esa ley habría un nuevo actor, la Administración general del Estado y el Gobierno español, que también hablaría en nombre del catalán, lo representaría (también internacionalmente) y establecería una relación de complicidad con sus hablantes. Tendríamos un modelo alternativo (basado en el respeto a los sentimientos y derechos lingüísticos) que oponer a la erosión del bilingüismo en Catalunya y del plurilingüismo en el conjunto de España que pretenden los diversos nacionalismos.