Peccata minuta

¡El de la foto!

El delirio megalomaníaco de Francisco Nicolás Gómez tiene ilustres antecedentes

JOAN OLLÉ

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Tal vez el delirio megalomaníaco de Francisco Nicolás Gómez (Fran) nació unas Navidades de finales de siglo al admirar, fascinado, la fotografía en la que posaba con toda su naturalidad en el regazo de un rey mago de grandes almacenes después de entregarle la carta en la que pedía a Sus Majestades de Oriente llegar algún día a ser alguien importante. Y su deseo se convirtió en realidad: el jovencete y encorbatado Fran, de 20 años, ha compartido retrato con sus grandes ídolos: José María Aznar, Esperanza Aguirre, Ana Botella, el empresario Villar Mir e incluso los Reyes de España, a quienes practicó un impecable besamanos. Su único delito, más allá de suplantar su propia personalidad, ha sido despistar 25.000 del ala.

El caso de Fran tiene ilustres antecedentes, entre los que cabe destacar a Chance (¡Bienvenido, mister Chance!), un jardinero analfabeto y en paro interpretado por un impagable Peter Sellers que, al conocer a Eve (la gran Shirley MacLaine), llegará sin pretenderlo a lo más alto del artificialismo social, donde será recibido como una bocanada de aire fresco. La idiotez de las élites necesita de inofensivos filósofos callados que escuchen y suscriban sus palabras.

También mi hermano Joan Barril tocó el tema del mágico ascensor social en su novela Un submarí a les estovalles, luego llevada al cine y reconvertida en canción por Joan Manuel Serrat. Salam Rachid, emigrante marroquí en Barcelona sin papeles y sin un céntimo pero vestido impecablemente, es confundido con uno de los participantes en un congreso internacional de altos vuelos, y como tal asiste a su primer cóctel. Su vertiginoso ascenso le llevará a tratar de tú a tú al mismísimo Jordi Pujol, e incluso a personajes más decentes.

Todo pagado en los bares

Si un servidor de ustedes estuviera económicamente en las últimas, como Chance o Rachid, tengo muy claro lo que haría: irme a un fotógrafo de los de antes a que me inmortalizase, y luego, con mis últimos ahorrillos, mandar imprimir unos miles de carteles de grandes dimensiones y fijarlos en los pirulís del centro de la ciudad: me convertiría de la noche a la mañana en un famoso, la gente se giraría a mi paso, me pedirían autógrafos, lo tendría todo pagado en bares y restaurantes y no tardarían en llegarme suculentas ofertas laborales.

También se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de pasearme unas cuantas horas al día por los alrededores de la Sagrada Família intentando colarme, de fondo, en las muchas fotografías que los japoneses se toman a sí mismos, y luego largarme a Tokio. También allí todo el mundo me reconocería (¡el de la foto!) y me invitaría a cenar delicias en su casa para contemplar juntos las instantáneas que nos unen ya de por vida.