El año en el que descubrimos Siria

Ramón Lobo

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Europa vivía en la inopia de la tragedia cotidiana de Siria, como vive aún de la de Yemen y la de tantos sitios de guerra, hambre, injusticia y enfermedades sin cura porque los nadies no son rentables para la globalización. Nos ilusionamos con las primeras primaveras árabes, las de Túnez y Egipto a comienzos de 2011, y luego, cuando se enredaron, preferimos seguir a lo nuestro, rumiando la crisis económica que nos ha sacado de la ficción de ser intocables.

En marzo de 2015 se cumplieron cuatro años del inicio de una revuelta contra Bashar al Asad que en junio de ese año derivó en guerra civil. Desde Occidente (EEUU+Europa) se apoyó al Ejército Libre de Siria con dinero y armas, pero de manera poco decidida; sin armas pesadas nunca fueron una alternativa real ante la maquinaria de una dictadura hereditaria, del padre Hafez al hijo Bashar. Olvidamos la existencia de decenas de organizaciones de derechos humanos en Siria; ellas eran la base de un país sano. Cuatro años y medio después, el país es un solar.

Esta aparente desidia occidental, de enredar un poco pero sin atreverse del todo, favoreció la aparición de grupos cada vez más radicalizados, que terminaron derivando en el Frente Al Nusra (Al Qaeda) y Daesh (Estado Islámico), los dos más fuertes. Se multiplicaron los suministros de armas y de dinero; cada grupo encontró su mecenas en Occidente, Catar, Turquía o Arabia Saudí. En el tablero sirio empezaron a disputarse varias partidas simultáneas. La más decisiva la libran Riad y Teherán, y de manera delegada sunís y chiís.

Casi 300.000 muertos

El 2015 terminó con cifras catastróficas, igual que el 2014, pero es ahora cuando nos hemos dado cuenta. En Siria han muerto a causa de la guerra cerca de 300.000 personas; la mayor parte debido a los bombardeos indiscriminados del régimen. Hay cuatro millones de refugiados y más se siete millones de desplazados. La situación es dramática desde hace mucho tiempo.

Decenas de miles de sirios que vivían en condiciones deplorables en los campamentos de refugiados de Turquía, Líbano y Jordania empezaron en verano a emigrar hacia Europa. Los motivos podrían ser dos: 1) la escasez en los campamentos (ACNUR alertó meses antes de que estaba sin fondos) y 2) la evidencia de que no iban a regresar a casa; la guerra estaba cada vez peor y Siria seguía fuera de la agenda internacional. Puede que exista otra: la presión turca para lograr ayuda directa de la UE, algo que consiguió: 3.000 millones de euros.

La llegada masiva de miles de refugiados a las fronteras europeas, sobre todo a Grecia, muy castigada por la crisis, los recortes y el ajuste, nos puso en contacto con la tragedia de Siria. Los refugiados despertaron una ola de solidaridad con emotivos recibimientos en Alemania, que pronto dejaron paso a un miedo azuzado por gobiernos ultraconservadores, como el del húngaro Orban que rozó la xenofobia. La Europa fortaleza comenzó a cerrar los candados.

La irrupción de Daesh

Los ataques de París en noviembre nos colocaron en primera línea de una guerra que habíamos ignorado. Daesh, un grupo tan

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radical que parece haber dejado a Al Qaeda en el cajón de los moderados, irrumpía en nuestro mundo plácido, pese a avisos concretos del peligro yihadista: Nueva York, Londres, Madrid, Bali, Beirut, Estambul. Descubrimos que barrios enteros de París y Bruselas eran un caladero de radicalización.

En 2015 aprendimos a pronunciar “Siria”, pero no a través del relato de los sirios, las víctimas diarias, sino desde nuestro punto de vista, de nuestro temor al desconocido. Aceptamos recortes de libertades sin preguntar qué falló, qué falla en la coordinación europea, quién recortó los medios en la lucha antiterrorista (en Francia se llama Sarkozy; ¿cómo se llama en España?). Tampoco nos preguntamos por qué esta todo el mundo, Rusia incluido, bombardeando en Siria sin tener un plan de paz para los sirios. Allí se libran muchas guerras pero ninguna por la libertad.

Empezamos el año arrastrando los mismos problemas, los mismos interrogantes: ¿por qué se vinculan los refugiados con los terroristas si ellos huyen del mismo terror? ¿Dónde están los civiles en nuestros juegos de guerra y paz? ¿Dónde están los muertos de los demás? ¿Por qué no proyectamos sus banderas en los monumentos y cantamos sus himnos? Tanto dolor sincero por París corre el riesgo de quedarse en un decorado del verdadero dolor.

Las democracias más sanas, las que mejor funcionan, son aquellas que tienen mucha gente, y no solo periodistas, lanzando preguntas molestas al poder. El primer paso es aprender a separar víctimas de verdugos, sean cuales sean sus nombres y apellidos, sus nacionalidades, sexos y religiones. Feliz 2016.