Educando contra el terrorismo

Minuto de silencio en el mundo por los atentados de París

Minuto de silencio en el mundo por los atentados de París / periodico

TOMÀS NAVARRO

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Podemos educar para la prosocialidad en vez de para el odio y en la base de todo ello hay una concepción de la vida. Fomentamos la competición sin saber que es el origen de gran parte de los males que padecemos. La fomentamos en la familia, en el colegio y en el trabajo... Continuamente, constantemente, indiscriminadamente...

Cuando competimos uno gana y el resto pierde. Pero claro, para poder infundir la semilla de la competición en un niño primero tenemos que hacerle creer que ganar es lo más guay del mundo y que cuando ganas flipas mogollón y que el ganador siempre es más que los demás... Expectativas, todas ellas, irreales, sobrevaloradas y parciales.

Claro, el ganador, ya sea el mejor del mundo, del país o del barrio, es alguien reconocido al que no se le puede ni toser ya que tiene en su poder un distintivo que puede justificar su altanería, cubre su necesidad de reconocimiento y refuerza -aparentemente- su autoestima convirtiéndola en egolatría.

Pero para entender como la competición genera violencia nos falta contemplar un elemento clave: a los perdedores. Sí, uno gana y el resto pierden.

El que pierde es un looser, un maldito perdedor, un autoseñalado por la decepción de quien no ha cumplido unas aspiraciones sobrevaloradas. El perdedor se frustra ante lo que no le queda nada más que enfadarse o resentirse. ¡Tanto esfuerzo para nada! ¡Tanto luchar para perder! Incluso puede ser peor, sí, imagínate por un momento a aquellos perdedores que ni tan solo tienen la opción de optar por la victoria. Aquellos perdedores que ven que todo el mundo vive de maravilla con sus grandes coches, sus grandes casas, sus smartphones, sus tablets, sus vacaciones exóticas, sus bolsos exclusivos, sus opíparas cenas o sus parejas bandera...

Imagínatelos por un momento. Personas de segunda, personas que no pueden acceder a la gran vida, personas que alimentan el odio hacia los ganadores o hacia los aparentemente ganadores. Ellos sufriendo tanto y los ganadores tan contentos vanagloriándose de sus trofeos, vacuos, comprados, robados, corrompidos o conseguidos gracias a estrategias perversas.

Ya tenemos a los divinos y a los frustrados. A los ganadores y a los resentidos. A los felices y a los iracundos... Pero esto, queridos lectores, no pasa solo entre oriente y occidente, ni entre el norte y el sur, no... Esto pasa en todos y cada uno de los colegios que premian al primero de la clase y castigan a los últimos de la clase, cuando en realidad los últimos no es que sean tontos, simplemente es que no tienen a nadie que les ayude a hacer los deberes, o ni tan solo tienen una habitación donde hacer las tareas pendientes, o tienen unas grandes capacidades artísticas, pero penalizan en temas más académicos o simplemente tienen un problema de visión sin corregir.

El sistema es estúpido e ineficaz. Además el gran triunfador de repente, como es natural en un sistema como este, pierde su trono con relativa rapidez. No nos olvidemos de los ganadores destronados. Otros inadaptados que al perder su trono son incapaces de gestionar la decepción y el resentimiento que sienten.

Así que compite, compite que así nos va. Tenemos más personas frustradas, resentidas y enfadadas que personas felices. Y los que son reconocidos pagan un elevado precio por ello y cuando no pueden seguir pagándolo caen en el olvido más profundo en cuestión de días, sino horas.

¿Qué más necesitamos para darnos cuenta de que este sistema que fomenta ls competición no funciona?

Yo apuesto por una escuela que fomente los valores, que nos enseñe a cooperar y a vivir con un profundo respeto con nuestros congéneres. Una escuela que nos enseñe a amar, a amarnos a nosotros mismos y a los demás sin depender de la motivación ni de la aceptación externa. Una escuela que enseñe a compartir, a crear y a construir. Una escuela que destierre la competición y la lucha y que fomente el criterio propio. Una escuela que nos enseñe a tolerar la diferencia y a no marginarla. Que nos haga permeables y nos permita crecer aprendiendo lo mejor de otras personas. Una escuela que no clasifique en buenos y malos, en ganadores y en perdedores, sino que nos enseñe a descubrir los talentos de cada uno y a brindarles la oportunidad para manifestarlo.

Una escuela que nos proporcione la seguridad suficiente como para no odiar lo diferente por el solo hecho de ser diferente, que no nos permita creernos mas que los demás y que nos haga entender que no tenemos derecho a hacer sufrir a nadie bajo ningún pretexto y en ningún momento.

Quizás estés pensando que la escuela no es la única implicada en este proceso. Estoy parcialmente de acuerdo contigo. La misión de la escuela es la de prepararnos para vivir. Algunos padres no saben como hacerlo, otros no pueden e incluso los hay que no quieren. En mi opinión éste es un tema suficientemente importante como para no dejarlo en manos del azar. Si queremos tener una sociedad mejor tenemos que empezar a trabajar todos dando lo mejor de nosotros mismos, motivados y con un nivel de exigencia y de responsabilidad excepcional.