Eduardo, el de la nitroglicerina

EMILIO PÉREZ DE ROZAS

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Yo siempre les hablo de la gente con la que he crecido. Pues bien, Eduardo Fidalgo es uno de ellos. Porque Eduardo era de los que te acompañaban a crecer, a aprender, a hacerte hombre y, sobre todo, a escoger bien tus lecturas si, como me ocurre a mí, sé poco de eso.

Eduardo era para los de mi generación y, casi, casi, la anterior, como 'El último tango en París' que íbamos a ver a Perpiñán. Hubo un tiempo, casi de broma, que Eduardo representaba todo lo prohibido. Perdón, todo lo prohibido que no tenía sentido prohibir, claro. Porque parecía que Eduardo vendía nitroglicerina y lo que vendía (a precios casi de risa) eran libros, literatura, saber, información, conocimiento.

Eduardo formaba parte de nuestras vidas. Su llegada a la redacción se anunciaba como si fuese el pregón de los bienaventurados. "¡Esta tarde viene Eduardo!". Y la gente trataba de sacar sus ahorrillos y rascarse el bolsillo para no decepcionar a Eduardo. Yo siempre le compré los libros para no decepcionarle. Luego los leía, pero la primera intención era hacerle caso, seguir su consejo, charlar.

Él parecía no saber de nada y sabía de todo. Sabía de literatura, claro que sí, pero le encantaba hacer su charlita con cada uno de sus preferidos en la redacción. Y Eduardo, que era listo, listo, listo, educado más que nosotros, agradable más que todos, parlanchín hasta cansarse, tenía sus preferidos, aquellos de los que robaba información, nada, ni siquiera de primera mano, simplemente saber, para, luego, fijo, contárselo a los suyos sin fardar ¡qué va!, él nunca fardó de nada.

Últimamente ya tenía que venir acompañado y en silla de ruedas a la redacción. Pero cuando estaba entre nosotros ya no necesitaba a nadie. Se soltaba de pies y manos y nos buscaba para ofrecernos, ya no el último libro, sino charla. De ahí que la muerte de Eduardo sea una muerte que duele. Y mucho. No tenemos, no, ni siquiera los periodistas que hablamos con cualquiera, gente tan maravillosa como Eduardo para hablar. Y, por supuesto, no la tenemos durante tanto y tanto tiempo a nuestro lado.

Porque, incluso las semanas que no aparecía, Eduardo estaba junto a nosotros. Nadie más entraba en las redacciones como Eduardo. Porque a nadie más se le esperaba como a Eduardo: para charlar. Comprarle libros era, digo, simplemente un tema de subsistencia. Libros los podíamos comprar por internet. Nosotros queríamos hablar con él. Es más, fijo que se ha ido acumulando un montón de deudas. Si no tenías dinero, ni suelto ni pegado, Eduardo te extendía el libro y te decía "ya me lo darás".

Yo no le debo un euro, pero él me debe mil charlas.