Un debate en la encrucijada

Dopaje deportivo, hipocresía social

Pedir que en el deporte haya al mismo tiempo esfuerzo agónico y juego limpio es puro fariseísmo

REYES MATE

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¿Por qué en España no hay deportistas arrepentidos?, se preguntó en el 4º  Congreso Internacional Deporte, Dopaje y Sociedad celebrado recientemente en Madrid. Pues por la misma razón por la que los políticos corruptos no dimiten o los intelectuales de gran prestigio no reconocen su pasado falangista. Nos cuesta enfrentarnos a la realidad. Hay miedo a la memoria. Y las causas de ese miedo deben ser muy hondas, porque no solo afectan al deporte sino a nuestro modo de ser. En ese congreso se habló de la cultura católica que prima la apariencia, el buen nombre o el honor sobre la conciencia. En ese tipo de culturas puntúa mejor la fama que el reconocimiento de la culpa. El culpable pierde el honor y queda expuesto a todos los peligros, materiales e inmateriales.

REPRESENTANTES del deporte reconocen que las cosas están cambiando. Queda ya lejos la era dorada del dopaje de los años 90.  ¿Basta acompañar el cambio que se  produce o hay que enfrentarse al pasado? Habida cuenta de lo extendida que ha estado la práctica del dopaje, ¿hay que pasar página o hablar claro? La estrategia del cambio silencioso tiene el inconveniente de que muchos de los actores culpables de la época dorada siguen activos, decidiendo o aconsejando. No parece que el cambio vaya en serio si de alguna manera no hay una revisión pública del pasado.

Por eso es tan importante la figura del profesional que se arrepiente de haber recurrido a prácticas tramposas. Allí estaba un exciclista, Moisés Dueñas, que  lo confesó públicamente. Eso le permitió dormir tranquilo, pero fue «como enterrarse en vida». Confesó y colaboró, pero la ley no supo defenderle, el pelotón lo consideró un apestado y los patrocinadores no quisieron saber de alguien que había roto la ley del silencio. Como decía el moderador de la mesa, Carlos Arribas, «se arrepintió de haberse arrepentido», al menos de la ingenuidad con la que lo hizo.

No se trata de premiar a quien ha jugado sucio, sino de valorar la reacción social desencadenada contra quien tuvo el valor de denunciar la trampa y se mostró dispuesto a colaborar en la lucha contra esos atajos.  Tiene su mérito hacer frente a los  tabús, prejuicios e intereses que flotan en torno al deporte, sin olvidar la hipocresía de la sociedad que le condenó. El consumidor de deporte, que es legión, exige, para disfrutarlo, que sea agónico, lo que no es posible en muchos casos sin ayudas. El consumidor necesita, para superar su sopor vital o aburrimiento existencial, que el deportista se exprima hasta la extenuación y llegue al límite. Y exige, para acallar su mala conciencia, que haya juego limpio. Pedir al tiempo esfuerzo agónico y juego limpio es pura hipocresía.

Para acabar con esa lacra necesitamos una legislación que no deje a los Dueñas o Jesús Manzano a los pies de los caballos, pero también cambiar la mentalidad  hipócrita de una sociedad que sirve de paraguas a los códigos secretos del mundo del deporte. Esto supone hablar públicamente de lo ocurrido, acabar con la ley del silencio y primar en las escuelas el gusto por el deporte, dejando de lado la machacona retórica  del «yo soy un ganador nato».

Un nuevo tiempo exige mirar al pasado, pero también al futuro. Y hay nubes que convendría disipar. La revista Time declaró el robot  hombre del año. En círculos científicos se habla con extrema naturalidad de los «transhumanos». Podemos ya intervenir artificialmente en la formación del ser  humano, es decir, podemos corregir defectos de nacimiento y también planificar seres humanos con implantes técnicos que mejoren lo que el nacimiento ofrece. Lo que tienen de común estos seres intervenidos artificialmente y los que practican o defienden el dopaje en el deporte es la negación de la  naturalidad, es decir, la negación de que haya un sustrato natural intocable. Todo es mejorable y manipulable.

EL HOMBRE del siglo XXI empieza a sentir peligrosamente la vergüenza prometeica. Hasta ahora disfrutábamos con el orgullo prometeico, esto es, con la conciencia de sabernos capaces de lograr cualquier meta debido a nuestra inteligencia y voluntad. Ahora nos avergonzamos de no aplicarnos lo que hacemos con las máquinas o materiales. Nos pasa lo que al dios Bamba, quien al crear las preciosas montañas molúsicas se avergonzó de no ser como ellas. El hombre actual se avergüenza de no estar a la altura de sus productos. Ese ser humano o transhumano no tendría nada que objetar a un deportista que se dopa, salvo que cuidara bien la salud. El dopaje es un tema mayor porque está en la encrucijada de dos tiempos: un pasado del que nos queremos liberar y un futuro en el que, de reinar, acabaría con el ser humano que hemos querido ser.