Al contrataque
El dogma de Caín
Joan Barril
Ha dirigido el semanario 'El Món' y ha ejercido de columnista en diarios como 'El País' y 'La Vanguardia'. Actualmente presenta 'El Cafè de la República en Catalunya Ràdio'. En televisión dirigió el programa 'L'illa del tresor' junto a Joan Ollé en el Canal 33.
JOAN BARRIL
Las naciones se nutren de tópicos positivos. Así, el trabajo, la seriedad, el orgullo o la resistencia forman parte de lo que podría ser el ADN catalán. Pero por poco que rasquemos aparecerá también una curiosa tendencia al cainismo, que no es otra cosa que el odio o la animadversión a los allegados. En Catalunya la cohesión política es tanto más fuerte cuanto más improbable es el objetivo. Durante la larga noche del franquismo se articularon instancias para dar cobijo a todos los que deseaban enfrentarse a la dictadura. Esa cohesión se derrumbó a medida que los acontecimientos auguraban un inminente éxito. Así fue como los socialistas catalanes vieron que el PSC-Reagrupament campaba por sus respetos. Poco después sería el PSUC el que tuvo que sufrir la escisión de los entonces llamados afganos. La esperanza amalgama y el poder disgrega.
El papel de Duran
Han pasado los años desde aquellos momentos y ahora el futuro de Catalunya se encuentra en el debate soberanista. No es un invento de unos pocos, sino una necesidad de las multitudes. El PP, jugando a aprendiz de brujo, ha convertido su catalanofobia en una música celestial para sus votantes incondicionales. Y de ahí ha venido el cambio climático del independentismo catalán. Ahí donde hace años había un 5% hoy se empieza a especular con el 50%.
El cainismo ya se ha dejado notar dentro del que fuera el mayor partido catalán, el PSC, hoy dedicado a purgar a los llamados díscolos y a no ofrecerles ni siquiera un lugar en el mundo. Pero lo verdaderamente sorprendente es que las animadversiones hacia los allegados se empiecen a ver en los medios más claramente soberanistas contra una de las figuras políticas que más pueden hacer para encontrar una salida, llámese tercera vía o vía muerta. Me refiero a Duran Lleida, el hombre que en su día abrió las cancillerías democristianas de todo el mundo para que Pujol pudiera demostrar su condición de estadista. Hoy, cuando la amenaza mayor que esgrime Rajoy es que Catalunya se va a quedar sin tierra bajo los pies, hay que contar con Duran como portavoz internacional de lo que Catalunya pretende.
Pero el cainismo catalán, embelesado por el ensueño y escéptico ante la realidad, prefiere cargar contra los afines, y cuando Duran, en estudiada secuencia por los pasillos del Congreso, se pasea con Rubalcaba se le llama traidor, que es el insulto que salva a quien lo expresa del esfuerzo que implica la más mínima autocrítica. Llamar traidor a alguien es recortarle la nobleza de sus actos. La necesidad de creer siempre acaba degenerando en dogmatismos. Hace bien Mas en ser un sólido ariete que intenta derribar las puertas de la fortaleza. Pero también es necesario que, mientras el ariete ataca, alguien con sentido común busque alguna solución a esa batalla de carneros en la que nos encontramos. Duran, por ejemplo.
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