ARTÍCULOS DE OCASIÓN

No disparen a los actores

Dominical 688 seccion trueba

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DAVID TRUEBA

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Hace muchos años leí una novela llamada 'I hate actors'. La escribió mi guionista favorito en la juventud, el mítico Ben Hecht. Trabajar con los actores suele ser el mayor placer de mis rodajes. He disfrutado igual con profesionales que con gente sacada de la calle o del instituto, y que nunca se había puesto delante de una cámara. Para mí, toda persona que hace un papel es actor. Estoy a menudo en desacuerdo con el criterio por el que muchos actores valoran a los demás actores, demasiado pendientes de prejuicios e ideas recibidas. Hay algo de esnobismo de enterado en su juicio. Tampoco me gustan las palabras que se arraigan para hablar del oficio de los actores, como llamar 'trabajo' a los papeles (no sé quién hace un gran trabajo), o tildar de 'propuesta' lo que es un desempeño (me gustó su propuesta). Pero dicho esto, no estoy de acuerdo con los que abominan de los actores, como si fueran personas que se separan del resto del mundo, que son particulares y viven en la pompa y la circunstancia de su fama, su exhibicionismo o su egolatría. En todas las profesiones hay idiotas y a nadie se le ocurriría generalizar por alguna mala experiencia.

Hace poco coincidí en un festival con dos actores norirlandeses y me lo pasé muy bien. La primera noche, aunque solo hacía un par de horas que nos habíamos conocido, tuve que llevar a uno de ellos a rastras a su habitación porque no había medido la contundencia del vodka que bebíamos. Gente maja y sensible, con esa melancólica alegría irlandesa, que abominaban de la vida en Dublín y reivindicaban el seguir criando vacas mientras les sale algún trabajo en el cine o en el teatro. Esa combinación de la vida terrenal con la vida etérea del actor es una maravillosa fórmula. Y entiendo perfectamente a quien necesita criar cerdos, plantar tomates, hacerse carpintero o zapatero mientras desempeña con naturalidad la profesión intermitente de actor. De hecho, me parece la única manera de conservar el sentido común en un oficio tan maltrecho, inestable y mal juzgado. 

Estos irlandeses me contaron una anécdota estupenda del protagonista de 'Jimmy’s Hall', la última película de Ken Loach, el director inglés que pronto cumplirá 80 años, y que habla de la perversa asociación de la Iglesia católica con el poder económico y la violencia de Estado en la Irlanda de hace 100 años. El protagonista, el estupendo Barry Ward, pasó muchos años trabajando de camarero y la generosidad de su jefe le permitía escaparse y permutar horarios para acudir a las pruebas de selección de actores en series y películas. Un día le prometió que cuando llegara a ser protagonista de una película de Ken Loach le invitaría al estreno. Sonaba a la promesa imposible de un pobre diablo irlandés que soñaba con alcanzar la gloria del cine británico. Pero cuando lo logró, aunque ya llevaba años alejado de aquel antiguo trabajo, consiguió el teléfono de su jefe, ahora jubilado, y le preguntó si tenía un traje de gala. Si no, tendrían que alquilarlo, porque a la noche siguiente iban a asistir a un estreno. Esa es la frágil línea entre los sueños y la realidad, entre la petulancia y la integridad en la que se mueven esos seres frágiles llamados 'actores'.