Dos miradas

47 días

JOSEP MARIA FONALLERAS

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No hace mucho me quejaba ante un alto cargo de la administración del adelanto de la campaña navideña. Nada me va en ello, pero soy de la vieja escuela y pienso que las celebraciones deben ser cuando toca, ni antes ni después. Cuando toca. Quizá porque mi Navidad empezaba cuando con mi padre y mis hermanos íbamos a buscar musgo al bosque. Faltaban pocos días para la fiesta y, de golpe, todo se aceleraba. Entonces, sí, el vértigo de los preparativos era ensordecedor.

De hecho, ahora empezamos a preparar la Navidad poco después del día de los difuntos, por no decir a mediados de octubre, cuando ya nos llegan los catálogos de juguetes de los grandes almacenes. A mí no me gusta y por eso me quejaba, una queja inútil, claro, porque no tiene más fundamento que la nostalgia. «Los comerciantes nos lo piden», me dijo el alto cargo, «y más este año, que no hace frío; a ver si al menos tienen algunas semanas de actividad antes de las rebajas».

En Barcelona serán 47 días, el tiempo que durará la iluminación de las calles que se inauguró el viernes. Ciertamente son muy bonitas las luces y llaman la atención y aumentan el deseo de consumir. Pero 47 días son, creo, demasiados. Me refugiaré en un pueblo cualquiera, no sé, por ejemplo en Riudellots, donde los únicos adornos de las calles oscuras son unas campanillas discretas y rurales que se encenderán justo cuando un padre decida coger a sus hijos y llevarlos a buscar musgo. Ni antes ni después.