En el día de siempre

En la obra del escritor colombiano existe una conjunción del ejercicio periodístico y de su irreductible vocación literaria

LLUÍS IZQUIERDO

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Hacia sus 40 años publica Gabriel García Márquez 'Cien años de soledad', la novela más oxigenante y añadiría que imprescindible para entender la ventilación necesaria en el curso de la evolución narrativa en general y, sin duda y sobre todo, en español.

Lo cotidiano y lo atemporal –periodismo y pulsión narrativa—afluyen a la producción del escritor como una suerte de armonía vocal en letras, un eco también del sucederse fatídico aunado a las palabras en busca incesante de sentido. Al hilo de estas líneas, importa citar unas consideraciones de Henry James en uno de sus relatos, 'La muerte del hombre célebre'. Dice ahí: "La vida del artista es su obra y su obra es el mirador para observarlo. Lo que tiene que decirnos lo dice con esta perfección... el mejor periodista, en este sentido, es el mejor lector".

'Cien años de soledad' exige buena lectura, y reiterada, para su disfrute cabal, pero si una característica resulta inconfundible en la producción de su autor es el hecho de que obedece a la conjunción del ejercicio periodístico y de su irreductible vocación literaria. Esa es la condición creativa fundamental, complementaria al hecho de la lectura. En todo escritor alienta un lector fiel, y lo mismo ocurre con el buen periodismo. García Márquez, a lo largo y meditado de su obra, ha rendido homenaje a la práctica literaria estricta, hecha de vocación y ejercicio: de creatividad y de atención a lo cotidiano.

En 'Los Nuestros', el famoso ensayo introductorio a la renovación narrativa representada por 10 autores latinoamericanos -de M. A. Asturias a Cortázar, Onetti, Rulfo, Guimaraes Rosa Gabriel García Márquez-, procedía su autor, Luis Harss, a un balance puntual de las aportaciones de cada escritor. El ensayo vino a coincidir con la aparición de la famosa novela. Con 'Cien años de soledad' cerraba su autor un ciclo, y el envite, de resolver en forma los asedios -y vaya logros- de 'El coronel no tiene quien le escriba', 'Los funerales de la mamá grande' y otros.

A partir de 'Cien años de soledad', el autor modifica el registro de su universo, procede a nuevas exploraciones -la figura del dictador, revisada a su aire tras los ejemplos de Carpentier o Roa Bastos, la revisión imaginativa del proceso histórico-, pero sin olvidar su dedicación testimonial al momento y a la hora ('La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile').

Feliz acontecer el de una Barcelona que, con Carmen Balcells atenta siempre al devenir de las letras americanas, supone durante unos años el lugar de la renovación expresiva, de la entrega al quehacer editorial fecundo por transitivo y eficiente.

Dos notas finales quisiera destacar. La primera consiste en la atracción oral -el eco del habla viva, su impresión imborrable por impresa- que suscita en todo lector como en todo buen periodista; o sea, el sentido de lo conversacional, con su transparencia superadora de ciertos academicismos a menudo cicateros con la aportación asimismo creativa del buen periodismo.

Se da por tanto, en la escritura de García Márquez, una actualidad más real que la mera incidencia noticiosa. Se trata del eco de historias familiares, su aparente sencillez resuelta en un lenguaje de voz, de inteligencia auditiva. Es el fenómeno de la recepción perceptiva, del recíproco disfrute en el recorrido por las páginas. Lo real es más complejo que las presuntas fórmulas para articularlo y, en este sentido, el llamado 'realismo mágico' acaso sea mejor transmisor de lo real que el propio realismo, aunque también este amague sus estrategias -de la ambigüedad a la denuncia crítica- desde Flaubert.

El gozo de la lectura del espléndido relator García Márquez retorna siempre actual y trascendente, tan elaboradamente coloquial y fluido que llega a hacer olvidar las horas, y el tiempo más allá de ellas que sus líneas entrañan.

Es la transparencia, en prosa seguramente más difícil de lograr que en poesía, lo que trasuntan sus páginas, bien empeñándose al dictado del narrar que le poseía desde 'La horajarasca' y 'El coronel...', bien restaurando con su voz el buen oído a las urgencias del momento, sin llegar a efectismos de denuncia. Solo discurriendo por sus recurrencias como signo de que el mundo no acaba de estar bien hecho. O no acaba, simplemente.

El día de siempre es el de la lectura, de 'Cien años de soledad' a 'Noticia de un secuestro', desde sus copiosas entregas periodísticas y artículos sobre cine a los relatos peregrinos. Leyéndole, el tiempo discurre y se detiene en el giro o rizo de las simetrías reflectantes de sus páginas.

El día de siempre de la lectura supone el enlace del novelar despierto de los sueños reales. En tal día vivirá siempre Gabriel García Márquez.