¿Desregular el comercio?

CARLES CAMPUZANO

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La desregulación de las actividades económicas y la competencia entendidas como verdades reveladas que nadie puede poner en cuestión --a riesgo de ser tachado de intervencionista y antiguo-- demasiado a menudo son armas cargadas por el diablo.

Una aplicación dogmática de estos principios siempre tiene consecuencias en términos de ganadores y perdedores, pero también desde el punto de vista del modelo de país al que aspiramos, por ejemplo, pensando en una buena regulación como en una mejor competencia.

Y lo digo, cuando de nuevo, precisamente en nombre de la competencia, algunos vuelven a cuestionar el modelo catalán de comercio, a raíz del proyecto de ley que el promueve el Gobierno.

No es que no esté de acuerdo en rebajar las cargas administrativas, simplificar los costosos procesos burocráticos para abrir un nuevo negocio o reducir los costes indirectos de una nueva actividad. Evidentemente hay mucho trabajo por hacer en este campo, en la dirección de las leyes "ómnibus" que han aprobado el Parlamento en los últimos años.

Pero no comulgo con ruedas de molino y no me trago la idea de que ninguna regulación en el sector del comercio mejore los precios de los productos por los consumidores, ni genere más empleo (y más de calidad) en el sector. Tampoco visualizo que la oferta comercial se modernice, o que los centros de las ciudades sean más ricos, dinámicos e interesantes, o que las comunidades donde se instalan las grandes superficies y las franquicias tengan un retorno económico correspondiente a los beneficios que allí se generan.

Diría que más bien lo contrario: allí donde se ha comprado el dogma de la desregulación comercial, ni los precios han bajado, ni hay más gente trabajando en el sector del comercio (ni menos con mejores condiciones), ni los centros urbanos son más dinámicos, o tampoco las comunidades se han beneficiado con más ingresos fiscales y menos paro. El ejemplo más evidente, a nivel español, es Madrid.

Desde este punto de vista del informe de la Catedrática de la UAM, la señora Yague Guillén, es muy revelador de algunos de las falacias de la denominada política de "liberalización horaria" que algunos defienden.

En contra de la idea de un modelo de comercio minorista bien regulado juegan muchas cosas: desde los cambios de hábitos y estilos de vida de todos nosotros, con aspiraciones a disponer de cualquier cosa durante las 24 horas del día, hasta una cultura consumista muy arraigada, pasando por las cambios disruptivos que las tecnologías han propiciado en el sector y el modelo de crecimiento urbano.

Algunos, de forma legítima, saben que en un modelo totalmente desregulado, los grandes tendrán más opciones de comerse a los pequeños. La concentración empresarial y el monopolio suelen ser la consecuencia de una determinada idea de la competencia.

De hecho, en muchos sentidos ya ha pasado de esta manera, a pesar del denostado intervencionismo gubernamental catalán en defensa del “botiguer” durante estas últimas décadas, que sistemáticamente se intenta debilitar desde frentes diversos.

Ciertamente, el sector del comercio minorista se ha de modernizar y adaptar a los nuevos tiempos. Ya lo ha hecho, y las políticas públicas tienen que acompañar, sin complejos.

Todo ello tiene que ver con el modelo de país al que aspiramos. No en términos abstractos, sino bien reales: generación de una idea de proximidad, arraigo en la trama urbana, vinculación a los intereses de la comunidad, generador de cohesión social y territorial.

El derecho a decidir qué modelo comercial acordamos entre todos forma parte de las opciones que una sociedad democrática debe tener y que reclama los instrumentos de estado que lo pueden hacer posible.