La sociedad del siglo XXI

Derecho a internet

Las garantías de acceso a la red deben ser parangonables a las de servicios básicos como la energía

ERNEST BENACH

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Poca gente duda de que internet nos ha cambiado la vida. «Y lo que todavía nos falta por ver», dicen los más osados. Sabemos que internet está cambiando el modelo de negocio de los medios de comunicación, y que también está planteando una revolución absoluta en lo que debería ser un modelo educativo propio del siglo en que vivimos. Algunos profesores empiezan a plantear, de manera razonable, si es lógico prohibir los smart-phones en las aulas. Vemos como el comercio también está evolucionando y ofreciendo nuevas fórmulas a partir de la implantación del comercio electrónico, y sobre todo vemos que eso responde a estrategias globales que a menudo no tienen en cuenta ni fronteras, ni lenguas ni siquiera fiscalidades. Y podríamos seguir haciendo un repaso de cómo internet ha afectado nuestras vidas en muchos ámbitos: la salud, la política, el deporte, la cultura, la lengua, entre muchos otros, pero sobre todo en las relaciones humanas.

Hoy la gente también liga por internet, también se enamora por internet, hace amistades y las pierde por internet, puede encontrar trabajo gracias a internet, aunque por culpa de internet también puede perderlo. A nuestra identidad de siempre le añadimos otra identidad, la digital. En definitiva, una auténtica revolución y cambio de paradigma. La revolución industrial trajo a la sociedad mejoras sustanciales en la calidad de vida. Lo que era bueno para la industria, para la economía, lo acabó siendo para las personas. Y servicios como el agua potable y corriente, la electricidad o el gas se universalizaron con el paso de los años. Hace poco, el Síndic de Greuges, en una comparecencia en el Parlament, planteaba la necesidad de revisar la legislación en cuanto a los derechos básicos de las personas en relación con estos elementos energéticos. El detonante no era otro que el recurso del Gobierno en relación al decreto de pobreza energética. El Govern de Catalunya, impulsado por el Parlament, reconoce que aquí hay gente que sufre por no poder pagar la electricidad o el gas, suministros que son básicos para combatir determinadas situaciones provocadas por la pobreza. La suspensión de dicho decreto, que fue fruto del acuerdo de las fuerzas políticas catalanas, deja a una parte de la población en una clara situación de indefensión, pero también de riesgo.

De ahí que el Síndic planteara la necesidad de empezar a considerar el acceso a la energía como un derecho. Evidentemente, con condicionantes vinculados al consumo y a la capacidad adquisitiva de las personas, pero a fin de cuentas como un derecho. Abre un debate más que interesante y que se enmarca en esta sociedad que tiene rendijas de todo tipo fruto de la crisis. Otra brecha abierta es la que se ha vivido tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, donde se ha reivindicado de nuevo el derecho de las personas a la vivienda. En este caso, un derecho reconocido pero a menudo olvidado o ignorado, con situaciones dramáticas que han provocado un creciente malestar ciudadano.

Y es aquí donde surge la necesidad de saber si realmente los ciudadanos de este país, sobre todo pensando en clave de estructura de Estado, tenemos derecho a internet. El mismo Síndic, en un documento de junio del 2013 hablaba de internet con banda ancha como un servicio universal, y por tanto del derecho a la igualdad digital. La Asamblea General de las Naciones Unidas ha declarado el acceso a internet como un derecho humano altamente protegido, y considera una prioridad asegurar a la ciudadanía el acceso a la red. Estonia, uno de los países más avanzados del mundo en cuanto a la implantación de internet, lo planteó como un derecho básico y constitucional. Esto ha llevado a que en ese país internet esté desplegado en la ciudad y en el ámbito rural, que el precio sea asequible o gratuito en diferentes áreas públicas y a que haya un gran número de puntos de acceso wi-fi gratuitos. Con todo esto, ¿a quién le extraña, por ejemplo, que en las elecciones que se celebran en Estonia se pueda votar por internet?

Sin duda, la solución a todo esto no es nada sencilla. La crisis económica condiciona mucho debates como este. Pero siempre terminan mandando los intereses económicos, y tengo la sensación de que, como en el caso de la energía, los beneficios de unos pocos impiden el progreso y el bienestar de muchos. Y es aquí cuando tiene todo el sentido del mundo que se regule el derecho a estas cuestiones básicas en la sociedad del siglo XXI, como pueden ser la energía o internet. Una sociedad avanzada debería ver este derecho, más que como una oportunidad de negocio, como una posibilidad inmensa de progreso colectivo.