ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Un deporte llamado papá

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DAVID TRUEBA

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Volvió a suceder. Un padre agredió al árbitro de un partido de fútbol entre chicos. Lo curioso del asunto es que tan solo nos hacemos eco y escándalo cuando la noticia alcanza los medios. Para que eso suceda, la agresión tiene que superar unos niveles de agresividad que nos haga a todos balancear la cabeza y reconocer que aquí tenemos un problema. Luego volvemos a apagar la alarma. El comportamiento discontinuo ante la violencia explica la tragedia permanente de los malos tratos y de la violencia doméstica. Es un drama aborrecible cuando termina en la muerte de una mujer o un menor, pero es algo que no consideramos problemático cuando se produce en baja intensidad o de manera discreta. Las familias tienden a encubrir el asunto y el entorno a desdramatizar. Incapaces de lanzar un discurso claro y compatible con el día a día, tan solo nos limitamos a la indignación oportunista en el momento señalado.

Quienes acompañamos a nuestros hijos a los partidos del fin de semana comprobamos lo que se ha ganado con respecto a otros tiempos: el número de madres que se suman como espectadoras, los equipos mixtos, la presencia de chicos y padres inmigrantes, las instalaciones, los gestos de conducta deportiva que se imponen desde los clubes y las organizaciones, las sanciones a los malos comportamientos, etcétera, pero siguen sin desactivarse algunas actitudes eternas. Una de ellas es la de la viperina estupidez contra los árbitros, muchas veces jóvenes en formación que muestran debilidad de carácter y son por ello sancionados con la burla y los insultos. Luego está la incapacidad para saber diferenciar el apoyo animoso de los tuyos de la competencia enfermiza con el rival. Como pasa en casi todos los ámbitos, los tolerantes terminan por humillarse ante los intolerantes, los que más gritan, los más desmesurados. Y aún queda otra esquirla dolorosa, la de aquellos padres que suplantan a sus propios hijos y entrenadores y compiten en un deporte llamado ser papá de deportista.

Los equipos han sido capaces de elaborar un código de comportamiento que limita los ímpetus paternos. Pero compiten contra la mitificación de algunas biografías de triunfadores en el deporte, que han tenido que soportar a padres obsesivos, que vivían de manera vicaria la carrera de sus hijos. Algunos se han convencido de que sin esa tortura nadie es capaz de llegar a nada, confundidos por el relato mediático, siempre con tendencia a lo simplón. Hay padres de porteros que se sitúan detrás de la portería y le gritan a sus hijos hacia dónde tirarse, si jugar con el pie o con la mano, que colocan a los defensas en las faltas y los saques de esquina. Hay padres que vocean órdenes a los jugadores. Y de ahí a apoderarse del espacio del árbitro solo hay un pasito. La violencia que genera la incapacidad para renunciar al egocentrismo o para admitir los errores de los demás se expresa, en muchas ocasiones, de manera incruenta o tan solo verbal. Pero está candente, como un cáncer en el interior de la víscera. Si un día explota, entonces corremos a los periódicos y a las teles a mostrar nuestra indignación y nuestra solidaridad con la víctima.