El proceso soberanista en Catalunya

La deliberación secuestrada

El proceso transcurre por lemas de combate que se retroalimentan en vez de por ideas que se debaten

FRANCISCO LONGO

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

La situación política en Catalunya da para reflexiones de todo tipo. A mí me inquieta estos días una paradoja. Sin duda, el conflicto ocupa un lugar dominante en la esfera pública, llena calles y plazas, mantiene una amplia e intensa movilización social e inunda con su retórica los medios y las redes sociales. Sin embargo, el tono del debate sobre lo que hay en juego, sobre las alternativas posibles y el proceso para materializarlas, languidece a ojos vistas, como tapado por el ruido que el propio conflicto genera. Se contabilizan manifestantes, se elucubra sobre supuestos partidarios de uno y otro lado, se repiten los mantras respectivos en pancartas y tertulias, pero se argumenta menos que nunca. Se disputa, pero no se discute.

Una parte de la explicación se halla, probablemente, en la propia secuencia del proceso y en la elección por sus promotores de un escenario en el que el medio (la consulta), esconde o aplaza la finalidad (la independencia). La falta de acuerdo con el Gobierno español sobre lo primero traslada la controversia a un pulso, a una confrontación de fuerzas -votar o no votar- en la que ni siquiera lo instrumental (quién vota, sobre qué, con qué cuórum, con qué consecuencias) encuentra la oportunidad de ser debatido públicamente. Todavía mucho menos se ha discutido lo que en el fondo importa: si conviene, o no, la secesión, bajo qué condiciones, cuáles serían sus efectos, o si hay alternativas capaces de resolver los problemas de fondo. El derecho a decidir y el derecho a decidirsí/síse amalgaman como una única causa cerrada que se confronta con una defensa también cerrada del statu quopor el otro lado. Lecturas simples y autosatisfechas de una realidad compleja. Lemas de combate que se retroalimentan, en vez de ideas que se debaten.

Hay más explicaciones plausibles. Una de ellas sería la gesticulación que en las últimas semanas se ha adueñado de la política catalana, desde que el secreto a voces de la inviabilidad legal de la consulta -tan descontada como deliberadamente silenciada durante meses- se adueñó de la escena. También aquí destaca una llamativa paradoja. Porque, de un día para otro, los ciudadanos hemos visto transformarse una epopeya que apelaba a nuestros sueños más sublimes en un reality político de serie b realitymarcado por el cálculo electoral. Un escenario nuevo, con ingredientes indefinibles, como esa consulta por outsourcing que se intuye otro episodio de agit/prop, más que un modo democráticamente homologable de conocer la opinión de los ciudadanos. Una vez más se hace evidente que, en política, la épica y la táctica son vecinas de rellano que comparten ascensor todos los días aunque a veces simulen no conocerse.

Y cuando la política se pone en modo táctico, la deliberación encuentra todavía menos espacio. El debate -o la apariencia de tal- pasa a ser monopolizado por la mercadotecnia política. El discurso se destina a construir apariencia, más que a convencer. La descodificación de lo que en realidad sucede queda en manos del sacerdocio periodístico y tertuliano, conocedor de los rituales de los políticos e intérprete de su jerga y de sus gestos. Y así estamos, ante la crisis política más seria de las últimas décadas, sin acertar a debatir a fondo nuestras cuitas.

Más pronto que tarde, nos veremos convocados a unas elecciones que girarán, de un modo u otro, en torno al asunto que nos preocupa y nos divide. Y al paso que vamos, lo haremos conociendo las palabras mejor que su significado, las proclamaciones mejor que las razones que les asisten, las decisiones mejor que sus consecuencias.

La democracia no es un mero recuento de fuerzas destinado a conocer cuáles son más numerosas en un momento dado. La política democrática exige marcos cooperativos que hagan posible la deliberación, especialmente cuando están en juego cosas importantes. Sin embargo, lo que estamos viviendo es como una colisión de dos racionalidades poco razonables. Los actores meramente racionales desde la lógica de sus fines propios -escribe John Rawls en El liberalismo político- no consiguen reconocer la validez independiente de las exigencias ajenas. Ser razonable -continúa- exige expresarse en términos tales que quepa esperar que otros, en tanto que iguales, puedan aceptarlos. Por eso, solo si, además de racionales, somos razonables podremos construir una deliberación efectiva, ya nos conduzca a separarnos o a seguir unidos, de un modo u otro. No es el caso. Y el problema, cada vez más evidente a estas alturas, es que, sin deliberar en forma razonable, difícilmente se obtendrá un resultado racional para ninguna de la partes, esto es, un resultado que satisfaga aceptablemente los intereses, fines y expectativas de, al menos, una de ellas. En otras palabras, sin deliberación perdemos todos. Y mucho.