La gestión de la Administración

El dedo democrático

Muchos políticos creen aún que el respaldo en las urnas les da derecho a colonizar las instituciones

FRANCISCO LONGO

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Un concejal a quien conocí en los años de la Transición no se recataba en reconocerlo públicamente: «Me acusan de nombrar a dedo y reconozco que es verdad, pero este dedo -decía, desafiante, mostrando el índice- es un dedo democrático». Probablemente, pocos gobernantes defenderían hoy tal cosa en público, pero tanto el modelo mental como la práctica que reflejaba aquella declaración siguen, por desgracia, plenamente vigentes entre nosotros. Todavía muchos políticos parecen creer que el respaldo de las urnas les confiere, a ellos y a sus partidos, el derecho a colonizar las instituciones cubriendo los cargos con sus leales o afines, sin mayor exigencia de acreditar el mérito y la capacidad de los agraciados.

Por eso la instrucción de la pieza separada del 'caso Mercuri' que acaba de juzgarse en Barcelona ha sido como lanzar una piedra a un, hasta ahora, plácido estanque. La condena a un exalcalde, una alcaldesa en activo y un exdirigente de partido por manipular políticamente un nombramiento se produce en un contexto en el que ese tipo de episodios han venido siendo vistos hasta ahora como parte de la más absoluta normalidad institucional.

El universo de las funciones directivas ha sido, y sigue siendo, el objeto preferente de esas prácticas. Vivimos en un país donde constituye una rutina socialmente aceptada el que gerentes de hospitales, directores de museos o ejecutivos de empresas públicas, por poner solo algunos ejemplos, cambien cuando lo hace el signo político de los gobiernos. Pero los efectos perniciosos de supeditar la gerencia pública al ciclo electoral son manifiestos. De entrada, supone una periódica y recurrente descapitalización que se produce una y otra vez sin garantías de que el talento directivo se renueve adecuadamente. Ni la afiliación partidaria ni la lealtad política o personal son, como tales, predictores de capacidad gerencial. En expresión que oí hace tiempo al veterano político vasco Juan María Atutxa, «no se fríen huevos con agua bendita». La realidad nos lo confirma con abundantes ejemplos de incompetentes encumbrados a las más altas responsabilidades ejecutivas por simples razones de afinidad con quien gobierna.

Una Administración sincopada

Además, esta apropiación partidista de las instituciones, al producirse en los niveles altos de la estructura, desciende en cascada por la pirámide jerárquica de las organizaciones públicas y modula el comportamiento de estas. La trama institucional de los servicios públicos se vuelve, al completo, inestable y politizada, se orienta al corto plazo, se paraliza en los períodos de contienda electoral. Tiende a crearse, en definitiva, una Administración sincopada, espasmódica, que desincentiva la planificación, la evaluación, el aprendizaje y la eficiencia en el manejo de los recursos. En pocas palabras: sin una gerencia pública de calidad, razonablemente alejada del ciclo político, no puede hablarse de buen gobierno.

En Catalunya -digámoslo abiertamente-, procedimientos judiciales como el 'caso Mercuri' podrían haberse incoado por decenas y afectar a la práctica totalidad del espectro político. Académicos y expertos, asociaciones de gestores públicos y organizaciones de la sociedad civil han insistido en los últimos años en la necesidad de poner fin a esta carencia institucional y han elaborado diferentes documentos y propuestas en tal sentido. El actual Govern, tras recibir en el 2013 el informe que había encargado a una comisión de expertos, anunció su intención de enviar al Parlament una propuesta de regulación para la alta función directiva, diseñada con criterios de profesionalización. Por desgracia, nada de eso se ha plasmado en hechos. Como en otras áreas de política pública, las iniciativas de reforma han quedado pospuestas sine die, desplazadas por la monotemática agenda política que ocupa, sin apenas resquicios, la acción de gobierno y las energías institucionales del país desde hace más de dos años.

En el momento actual, cuando los catalanes encaramos en pocos meses dos períodos electorales, convendría que la cuestión volviera a la deliberación pública con la relevancia que merece. Los partidos debieran asumir que están en deuda con la ciudadanía por algo que es parte esencial de la agenda de regeneración institucional, de trascendencia igual o mayor que la financiación de los partidos, las listas abiertas, las primarias o la limitación de los mandatos. Se trata, además, de un problema transversal, que afecta a todos los colores políticos. Y sería bueno también que el debate sobre la soberanía y la secesión no lo siguieran relegando. De lo contrario, no faltará quien piense que el Estado propio que algunos invocan podría acabar teniendo más de propio (o sea, de los nuestros) que de Estado.