Editoriales

El debate del modelo turístico de BCN

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En la recta final de su mandato, a Xavier Trias le han agobiado dos pesadillas que nunca imaginó que pudieran alterar su sueño. La primera fue la demolición del centro okupado de Can Vies, que tuvo en jaque al barrio de Sants una larga semana, y ahora ha brotado otro conflicto -que llevaba tiempo latente- a partir de la rebelión de otra zona popular, la Barceloneta, contra los pisos turísticos ilegales y los visitantes incívicos. Algo que parecía el maná anticrisis (el turismo) ha mostrado también un efecto bumerán, con una justificada queja y también el desconcierto, o mala cara, de muchos barceloneses por un paisaje urbano en rápida mutación. El turista ya es un nuevo vecino.

Los Juegos del 92 provocaron una elogiada transformación de la ciudad, de la que se beneficiaron en primer lugar sus residentes. Otra consecuencia inmediata fue la irrupción en el mapa turístico internacional. Los visitantes empezaron a llegar con mayor frecuencia y cantidad hasta convertir a Barcelona en el primer destino turístico europeo en ciudades que no son capital de Estado.

Patrimonio arquitectónico, tamaño medio, clima mediterráneo, restauración de prestigio, playa y buena oferta de ocio (diurno y nocturno) son argumentos imbatibles para atraer al guiri. Pero, a la vez, la gitana hechicera de Peret también ha proyectado, sin que se haya hecho lo suficiente por evitarlo, otra imagen: la de una juerga sin límite. Los conflictos con los vecinos se han hecho inevitables. Si todo empezó con las despedidas de soltero gracias a los vuelos de bajo coste, el desmadre ha llegado al punto de que unos desalmados deciden ir desnudos al supermercado. Cuesta imaginar que esa imagen pueda verse en otro sitio.

Harían bien tanto el Ayuntamiento como Turisme de Barcelona en no infravalorar una cuestión que afecta a la convivencia. No hay que estigmatizar los pisos turísticos, pero la regulación y la vigilancia son imprescindibles. Como lo es el control policial, y su posterior efecto sancionador, de cualquier actitud incívica. También el barcelonés debe acostumbrarse a que la piel de la urbe mude por un motor económico que, sin embargo, no debe monopolizar el modelo de ciudad. Y estaría bien que ese vecino no tuviera la percepción de que los ingresos que se generan solo van solo al bolsillo de unos pocos, sino la de que revierten en toda la ciudad.