Pequeño observatorio

De la sangre escondida en las manchas

JOSEP MARIA ESPINÀS

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Me he levantado y he descubierto con sorpresa que mi caminar era inseguro. He pensado que al cerebro le faltaba sangre. El estómago aún debía estar reclamándola para terminar el trabajo de anoche. Como la incomodidad se alargaba, he llamado a mi médico de cabecera  -¿no se llamaba así antes?- y me ha recomendado que cuando tuviera que mover la cabeza no lo hiciera de una manera brusca. Me siento más seguro ahora, y comienzo a escribir estas líneas.

El incidente me lleva a abrir un diccionario de citas para encontrar alguna referencia sobre la sangre, y me sorprende no encontrar ninguna. Sí hay frases sentenciadoras sobre el agua, sobre las lágrimas, sobre el sudor, sobre todo tipo de líquidos, pero sobre la sangre, nada.

Y eso que en el lenguaje popular la sangre está muy presente. Un hombre de sangre caliente y otro de sangre fría. No tener sangre en las venas. La sangre no llegará al río. Y es natural que se hable de ella, porque, entre todos los líquidos posibles, la sangre es nuestro líquido vital. Desangrarse es morir. La sangre es nuestra gasolina, de la misma manera que el corazón es nuestro motor.

La sangre también forma parte del repertorio de manchas. Se puede observar que hay gente que se mancha a menudo y gente que no se mancha nunca. Es como una fatalidad. Y los que no se manchan nunca no lo pueden entender: «¿Te has manchado otra vez?». Y mira que vigilamos los movimientos de la cuchara, la inclinación de nuestro vino. Los impecables no pueden entender que eso de mancharse con una cucharada de sopa o con la salsa de la carne es una fatalidad a la que estamos sometidos. ¿Cómo podemos menospreciar las manchas, si incluso hay especialistas en la mancha de aceite, la de chocolate, la del zumo de tomate de los macarrones? En castellano hay una bonita palabra para designar al que se mancha a menudo. «Es un manchadizo».