Dos figuras capitales del arte universal

Dalinianos, mironianos y viceversa

Las obras de Dalí y Miró comparten rasgos como la mediterraneidad y el aprecio al paisaje propio

EL GENIO DE DALÍ LLEGA AL REINA SOFÍA DE MADRID_MEDIA_2

EL GENIO DE DALÍ LLEGA AL REINA SOFÍA DE MADRID_MEDIA_2

MARÇAL SINTES

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Hace unos días, el 23 de enero, se cumplieron 26 años de la muerte de Salvador Dalí. Todos recordamos las últimas imágenes del pintor: demacrado, la piel cerúlea, entubado y respirando por la boca entreabierta. Dalí fue, junto con Picasso, el primer artista a quien admiré de verdad, al menos a tenor de mi memoria. En aquel tiempo yo tomaba clases de dibujo en una academia a cargo de un pintor local. Al principio admiraba de Dalí su técnica. Su trazo. La perfección que se desprendía de los cuadros que yo había visto en los libros.

Recuerdo como si fuera ahora como confirmé mi condición de niño fascinado por el figuerense. Corría la segunda mitad de los años 70 y habíamos ido a Barcelona a ver a mis abuelos, que vivían en un pisito muy modesto de la Ronda de Sant Pau. Mientras esperábamos la comida, en la televisión aparecieron dos imágenes -naturalmente en blanco y negro- de dos trozos de pan. Una era 'The Basket of Bread' (su nombre original) y la otra era un pan de verdad también en una cesta. El locutor lanzaba una apuesta a la audiencia: ¿cuál es el pan real y cuál la pintura de Dalí? Quedé boquiabierto.

INFANCIA Y JUVENTUD

De Dalí me atraían también sus años de infancia y juventud. La obsesión por haber recibido el mismo nombre que un hermano muerto prematuramente, la relación con su padre -que yo interpretaba a través de la reciente lectura de 'L'auca del senyor Esteve'-, la Academia de San Fernando, su estancia en la Residencia de Estudiantes, la relación con Luis Buñuel y sobre todo con Federico García Lorca, al que ya entonces consideraba único. Dalí también me condujo a querer comprender el surrealismo y a leerme, entre otros, 'La interpretación de los sueños'.

Después llegaba Gala. Enigmática, mayor que él, exmujer del poeta tuberculoso Éluard, y de mirada pérfida. No podía dejar de pensar que Gala había hipnotizado de alguna forma al frágil Dalí, y que el pintor vivía sujeto a ella por alguna extraña fuerza maléfica. Insistí a mis padres que me llevaran al Museo Dalí -me dejaron con la boca abierta la esfera de cristal de la entrada, la cúpula y los retratos de Gala/Lincoln con su juego óptico- y a la casa de Dalí Gala en Port Lligat, con el huevo en el tejado.

En aquella época no tuve noticia de la exposición que entre 1979 y 1980 albergó el Centro Pompidou de París. El éxito fue desbordante y, de hecho, el récord de visitantes entonces establecido no ha podido ser igualado. Pero Dalí no fue popular solamente en vida -se dice que Warhol, con quien a veces comía en Nueva York, aprendió de él el arte de atraer a los flases-, sino también después.

Lo dejó bien establecido la segunda gran exposición dedicada a Dalí en el Pompidou, entre el 2012 y el 2013. La muestra, que luego viajaría al Reina Sofía de Madrid, casi igualó el éxito de la otra 30 años más tarde, de suerte que las dos exposiciones más visitadas de la historia del Pompidou son las dos consagradas al 'empordanés'. Estuve en París y fui a esta segunda exposición. Al Pompidou casi podías oírlo gemir ante las multitudes que lo invadían. La gente guardaba cola para entrar y se acumulaba también dentro de las salas que, aun siendo inmensas, se convertían en asfixiantes.

DOS BANDOS

A medida que me fui haciendo mayor el entusiasmo por el personaje Dalí se fue enfriando, y de entre los artistas catalanes me empezó a interesar cada vez más Joan Miró. Establecí dos bandos, dos estereotipos. Dalí, 'avidadollars', bufón de Franco, genio del márketing y la astracanada, en una cara de la moneda. En la otra habitaba Miró: discreto, reflexivo, demócrata. Durante muchos años, este último, a quien admiraba como persona, me pareció, sin embargo, artísticamente menor que su contrafigura del Empordà. Ni los cuadros de la etapa de Mont-roig ni su posterior y original lenguaje plástico me acababan de convencer.

Además, las obras de Dalí Miró me parecían irreconciliables. Agua y aceite. Una idea seguramente absurda, como me hace notar un libro que tengo delante de mí, en la estantería. Es el catálogo de la exposición 'Naturaleza & Arte. Gaudí, Miró, Dalí', que tuvo lugar en el Museo Municipal de Arte de Toyota (Japón) en el 2005.

El comisario, el admirado Daniel Giralt-Miracle, resalta la mediterraneidad y el aprecio a la tierra y paisaje propios como el rasgo principal de la conexión entre los tres. Otro signo de que son compatibles es que somos muchos, además de Giralt-Miracle y yo, los entusiastas a la vez de Dalí y de Miró: un día, comentando la gran muestra daliniana del 2013 en París con una de las personas que más sabe de Miró, le confesé, a modo de pecado de juventud, que yo había sido 'daliniano' antes que 'mironiano'. Y me replicó, para mi asombro y alivio: «Me pasa igual pero al revés: cuanto más conozco la obra de Dalí, más me gusta».