MI HERMOSA LAVANDERÍA
La culpa y la comida
Isabel Coixet
Directora de cine
ISABEL COIXET
El jardín está a reventar de flores y los árboles lucen exuberantes sus ramas cargadas de hojas de todos los tonos de verde. Es uno de esos días en los que hace una temperatura perfecta para comer fuera. Sol y aire fresco. No demasiadas moscas. Mientras miramos la carta, puedo ver nuestras cuatro cabezas pensando al unísono: ¿nos inclinamos por algo ligero, como el carpacho de atún o los espárragos? ¿Atacamos la carne, la pasta, el arroz con gambas? Luego hay que trabajar, pero qué caray, un día es un día, adelante con el arroz... aunque realmente te deja un poco K.O., mejor el carpacho… Uno de nosotros ha perdido 50 kilos de peso en un año y medio, otro ha engordado 30, los otros dos luchamos a diario por no pasarnos con la comida y acabamos comiendo siempre más de lo que querríamos: ninguno de los cuatro tiene una relación normal con la comida.
Miro las mesas de los lados y me pregunto cuántos de ellos la tienen: la mujer que pide una ensalada sin aliñar y a la que se le marcan las clavículas hasta debajo de la camisa, desde luego que no. Años de privaciones y dietas y ayunos se marcan en las comisuras de sus labios y en las arrugas de los brazos. El hombre que la acompaña no para de fumar entre plato y plato y cerveza y cerveza. Suda y bebe y fuma y come lo de su plato y el contenido del de su compañera. Y de postre pide un gintónic cargadito. Un poco mas allá tres amigas comparten un postre con tres cucharas y se quejan de que a partir de cierta edad es imposible perder peso a menos que te mates de hambre.
Cuando la camarera trae el pan a nuestra mesa, todos lo aceptamos, a sabiendas de que no deberíamos. Esta relación ambigua, insana, absurda con la comida ocupa mucho lugar en nuestras vidas. El fuel que necesitamos para funcionar se ha convertido en algo que nos endulza y amarga la existencia: es un problema (un problema del primer mundo, claro). Hemos perdido el vínculo fundamental entre el hambre y las ganas de comer. No conocemos la mesura: o nos atracamos de dónuts o nos hacemos adictos a la avena y al seitán.
Una de las novelas que mejor captura esta extraña dualidad es la última de la autora Lionel Shriver, Big brother. La historia puede resumirse en pocas palabras: una mujer decide ayudar a su hermano obeso a perder la mitad de su peso y, de paso, perder los kilos que ella cree que le sobran. Lo auténticamente interesante de la novela es la descripción certera de las obsesiones contemporáneas respecto de la comida y lo que enmascaran. Los kilos que ganamos, los kilos que perdemos son la expresión corpórea de nuestros miedos, nuestros triunfos, nuestras inseguridades, nuestras alegrías, fobias, ansiedades, manías, penas.
Cuando la camarera nos trae la carta de postres, hacemos ademán de no necesitarla. Pero uno recuerda lo buena que está la tarta de manzana y ya estamos perdidos. Que sean cuatro cucharas.
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